Tribuna

De opinión diversa

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cardenal Gianfranco RavasiGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“El hombre y la mujer están dotados de una dimensión que trasciende el legítimo ordenamiento económico-político…'”.

Había hecho que le dieran una moneda imperial y les había preguntado a sus interlocutores: “¿De quién es la imagen y la inscripción?”. “De César”, le respondieron, un poco sorprendidos por la obviedad de la pregunta. Y Jesús, lapidariamente, concluyó con ese dicho que todos, creyentes o no, han citado al menos una vez: “Dad al César lo que del César y a Dios lo que es de Dios”.

Esta frase es, en realidad, menos obvia porque introduce implícitamente otra “moneda”: el auditorio hebraico intuía en aquellas palabras también una alusión a la aserción bíblica sobre el hombre a imagen de Dios.

Las cosas se complican entonces un poco más. Es verdad que la referencia al César y a sus derechos exorciza todo “cesaropapismo” y toda teocracia (la sharia musulmana, que identifica el Código de Derecho Canónico con el Código Civil o Penal, debería ser ajena al cristianismo). A la política, a la economía, a la sociedad civil, simbolizada en la moneda imperial, se le reconoce su autonomía, un terreno de ejercicio propio, así como su capacidad e independencia normativa.

No obstante, el hombre y la mujer no se agotan en estas coordenadas; revelan un perfil superior, están dotados de otras cualidades como la libertad, las relaciones interpersonales, el amor, la solidaridad, la justicia, la vida que no puede ser ni agotada ni meramente dedicada al interés político-financiero y sometida a las exigencias de las estrategias de un sistema o del mercado. A primera vista, esta línea de demarcación ideal podría ser suscrita por todos, también por quien no atribuye a esos valores un carácter trascendente.

Es función de la Iglesia
salir del templo y entrar en el ágora
como conciencia crítica que
confirme y tutele algunos valores
personales y sociales del bien común.

En realidad, la declinación histórica y operativa de esta distinción se enmaraña de forma incesante precisamente porque los dos actores, César y Dios, o sea, el Estado y la Iglesia, se interesan por un sujeto único y común, la sociedad y la persona humana, y por tanto, los contrapuntos, los conflictos y las violaciones de frontera están siempre al acecho.

Por un lado, se puede configurar la tentación teocrática de extender el manto sagrado ideal sobre toda la polis y, dado que el sujeto prevalente en esta operación es el clero, es habitual hablar de clericalismo.

Por otro lado, sin embargo, se puede delinear un impulso opuesto, el que rechaza progresivamente toda alternativa o valoración crítica respecto al poder político, expulsándola radicalmente de la polis para relegarla al estrecho espacio del templo, entre las volutas del incienso y los melismas de los cantos litúrgicos. Es lo que viene definido como “laicismo” (donde el término originariamente religioso de “laico”, como miembro no sacerdotal de la Iglesia, adquiere un significado alternativo a la religión).

La máxima ya clásica de “libre Iglesia en un Estado libre”, a primera vista una correcta reformulación del dicho evangélico, en realidad sobrentendía el propósito de confinar el derecho de subsistencia de la Iglesia solo a la conciencia del individuo y al perímetro sacro del culto.

“Custodiar castamente la propia frontera”, como sugería el filósofo Schelling, es, pues, muy arduo y, tal vez, ni siquiera sea coherente con el complejo carácter unitario de la persona. Persiste el riesgo de prevaricación por parte de una política y de una economía que se atribuyen competencias exclusivas, o de una religión que asume formas de integrismo.

Dado que quien escribe este artículo es considerado “de opinión diversa”, me permitiré defender en síntesis y en línea de principio una función de la Iglesia, la de salir del templo y entrar en el ágora como conciencia crítica que confirme y tutele sin embarazo algunos valores personales y sociales del bien común, de la moralidad, de la vida, de la verdad, de la justicia, de la solidaridad, de la sexualidad, con la conciencia de que el hombre y la mujer están dotados de una dimensión que trasciende el legítimo ordenamiento económico-político, regido por normas propias y autónomas.

Tal vez otros creyentes que intervendrán después de mí en esta página tendrán la posibilidad de abordar los asuntos específicos –a menudo “incandescentes”– de esta confrontación temática.

En el nº 2.822 de Vida Nueva.