JORGE OESTERHELD, responsable de la Oficina de Prensa de la Conferencia Episcopal Argentina | Para presentar el Año de la fe, una de las frases más empleadas tanto en estampas y sitios de Internet como en declaraciones y documentos eclesiásticos, está tomada de la encíclica del papa Benedicto XVI, Deus caritas est. Dice así la cita: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
¿Por qué el Santo Padre comienza con una negación? Podría haber afirmado, simplemente, que se comienza a ser cristiano “por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. ¿Por qué habrá sentido el Papa la necesidad de comenzar aclarando lo que no es? ¿Y por qué habrá elegido precisamente esos dos temas: “una decisión ética o una gran idea”? ¿No será que durante demasiado tiempo fue justamente eso lo que se presentó como esencial?
De hecho, si les preguntamos a los cristianos no muy entrenados ni interesados en controversias teológicas, lo más probable es que asocien la idea de ser cristianos a la práctica de una determinada moral (decisión ética) o a pensar de determinada manera (una gran idea), y no al “encuentro con un acontecimiento, con una Persona”. Por algo ahora hay que aclararlo, y por algo la frase llama tanto la atención.
Está claro que desde siempre la afirmación central de cualquier catecismo puso en el centro de nuestras vidas el encuentro con Nuestro Señor Jesús, pero el acento no se ponía en el encuentro en sí mismo, sino en lo que significaba. Especialmente, lo que importaba era que quedaran bien claras las consecuencias de haber “conocido a Jesús”, las enormes responsabilidades que de ahí se seguían y los peligros que se corrían si uno no se hacía cargo de haber “sido elegido” para conocer y anunciar ese misterio…
El Credo y el catecismo vienen después;
lo primero es la experiencia
y la transmisión de la experiencia.
¿Cómo hicimos para presentar las cosas de tal manera que “pensar bien” y “actuar correctamente” se convirtieran en algo más importante que conocer a Jesús, amarlo, tener con Él una relación personal y verdadera, sentir su presencia y compañía, vivir la alegría de encontrarlo vivo en los Evangelios, en la liturgia, en el amor a los hermanos, en el servicio, en el dolor o en el compromiso? ¿Cómo hicimos para lograr que para millones de personas la figura de Jesús no fuera una buena noticia, sorprendente, fascinante?
¿Cómo hicimos? Lo convertimos en un concepto, en una gran idea; convertimos el Evangelio en un gran conjunto de ideas para “llevar a la práctica”.
Cuando un judío recitaba su credo, no repetía una fórmula como nuestro Credo. No enunciaba conceptos, sino que contaba un cuento. ¿Cómo eran esos cuentos? Algo así: “Y cuando tu hijo te pregunte el día de mañana: ‘¿Qué significan esas normas, esos preceptos y esas leyes que el Señor nos ha impuesto?’, tú deberás responderle: ‘Nosotros fuimos esclavos del Faraón en Egipto, pero el Señor nos hizo salir de allí con mano poderosa. Él realizó, ante nuestros mismos ojos, grandes signos y tremendos prodigios contra Egipto, contra el Faraón y contra toda su casa. Él nos hizo salir de allí y nos condujo para darnos la tierra que había prometido a nuestros padres con un juramento” (Deut 6, 20).
Para educar a un niño, se narraba una historia, se contaba una experiencia. Se trata de un relato que pone de manifiesto el amor de Dios que guió a su pueblo de la esclavitud a la libertad, del desierto a la tierra prometida. No se trata de afirmaciones conceptuales: creo que Dios es amor, creo que Dios es fiel, creo que Dios me salva.
El camino es otro: se relata la experiencia que enseñó que Dios es amor, fiel y salvador. El Credo y el catecismo vienen después; lo primero es la experiencia y la transmisión de la experiencia. Se comienza a ser cristiano “por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”; lo que tenemos que compartir es ese encuentro, la maravilla y la inagotable riqueza de ese encuentro.
“No se comienza a ser cristian
por una decisión ética o una gran idea,
sino por el encuentro con un acontecimiento,
con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida
y, con ello, una orientación decisiva”.
Las consecuencias morales y las derivaciones sociopolíticas y culturales vienen mucho después y se nos darán por añadidura; pero si no experimentamos y compartimos ese encuentro, no llegarán nunca.
Cuando tu hijo te pregunte por tu fe, ¿qué le puedes contar de Jesús que no hayas leído en un libro? ¿Y si antes de ponernos a repetir el Credo nos ponemos a hablar de lo que Jesús ha hecho en nuestras vidas? ¿Nos atreveríamos a contarnos unos a otros quién es Él para nosotros, cuál es nuestra propia historia de salvación, de qué nos ha salvado Jesús, por qué Él es una buena noticia en mi vida?
Pero, ¿sabemos hablar así de Jesús?, ¿podemos decir con palabras sencillas y creíbles por qué nos fiamos de Él, por qué en Él está nuestra esperanza? ¿O acaso no nos hacemos estas preguntas porque damos por supuesto que ya conocemos todas sus respuestas? ¿Nuestra ignorancia llega hasta creer que al Señor ya lo conocemos?
Sí, es una buena frase para comenzar un Año de la fe, pero no son palabras solamente para ser repetidas, sino para hacerse cargo de lo que el Papa nos está diciendo; son palabras desafiantes para nuestra manera de predicar, de celebrar, de vivir: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
En el nº 2.827 de Vida Nueva.