(Vida Nueva) ¿Qué ocurre cuando un creyente se acoge a una ley civil que choca con la ley canónica? En la historia reciente de nuestro país hemos conocido a través de los medios de comunicación algunos ejemplos de este “conflicto”, lo que ha suscitado de nuevo un debate en la opinión pública. Dos especialistas abordan el tema en Vida Nueva, cada uno desde su punto de vista: José Ignacio Calleja y Myriam Cortés.
La ley, la moral cristiana y las personas
(José Ignacio Calleja Sáenz de Navarrete– Profesor de Moral Social Cristiana. Vitoria Gasteiz) A medida que la vida pública de una sociedad es más laica, es lógico que surjan situaciones que plantean dudas acerca de cuál es la relación precisa entre las leyes civiles y las leyes eclesiásticas, la moral civil y la moral religiosa, la laicidad propiamente dicha y el laicismo. He dicho “situaciones” pero, en realidad, hablamos siempre de personas afectadas. Es importante el detalle. También debemos recordar que hablamos de la vida pública. De ésta decimos que es laica o no confesional. Porque la sociedad civil, la base social de esa comunidad política, es ideológica y religiosamente plural. La Iglesia y los cristianos somos un buen ejemplo de la diversidad legítima de esa sociedad civil. Somos sociedad civil y en ella nos hacemos democráticamente presentes con las formas y los lenguajes de esa sociedad civil: la forma siempre democrática de los iguales en derechos y deberes, y el lenguaje de la razón humana compartida y el de la razón creyente ofrecida como evangelización explícita. Dos lenguajes convergentes y coherentes, así los queremos, pero que los sabemos distintos en sus fuentes; la una común y compartida, la razón humana; la otra propia y creída, la revelación cristiana; ésta la ofrecemos siempre como un don del cielo, pero no apelamos a su verdad religiosa para fundamentar un mayor derecho de los católicos al definir las leyes democráticas de un Estado laico.
Los Estados tienen que servir al bien común con sus leyes y decisiones. Las asociaciones y los ciudadanos también. Todos estamos al servicio del bien común. Y el bien común se rige por la ley moral. La ley moral tiene que regir la vida y la legislación de los Estados y de las Iglesias. Sus derechos respectivos, el derecho civil y el eclesiástico, tienen que traducir su respeto concreto a esa ley moral sustantiva. Ahora bien, el Estado no tiene por objeto todo el bien común, sino solamente aquella parte del bien común que llamamos el orden público y que nos permite convivir como ciudadanos civilizados. Por tanto, sus leyes democráticas, a tal fin, tienen que ser respetuosas con la moral humana fundamental, pero no todo lo que exige la moral humana, y menos aún, lo que exige la moral religiosa, tiene que ser acogido por la legislación del Estado. Dicho queda, sólo aquello que viene exigido por el orden público y según la ley moral humana.
Debatir, discernir y legislar
Y ¿qué pasa si el Estado legisla sin respetar esa ley moral humana, a juicio de una religión o Iglesia? Pues que habrá que debatir hasta el amanecer, dar argumentos de razón compartida, ganar la voluntad de la gente, reclamar otra ley más justa, y, en su defecto, en casos muy precisos y bien fundados, pensar en la objeción de conciencia.
Y ¿qué pasa si hay cristianos que se acogen a esas leyes del Estado, consideradas injustas por su Iglesia, y quieren hacerlas valer dentro de la Iglesia? Pues hay que discernir. Si se tratara de un derecho humano fundamental, nadie puede ser privado de éste, ni dentro, ni fuera de las asociaciones religiosas. Es posible que haya que llegar hasta el Constitucional en más de un caso. Si no se trata de un derecho humano fundamental, sino de una opción personal que la ley democrática permite, cabe que una asociación religiosa pida a sus miembros el compromiso de conducirse conforme a la moral propia frente a esa ley. Por ello, lo primero es la definición pública de si estamos o no ante un derecho humano fundamental. De afirmarlo, habría que atenerse a esa interpretación, mientras subsista, en todos los ámbitos y reclamar de los afectados, desde dentro del grupo religioso, y por razones de moralidad cristiana, que se obre en consecuencia, renunciando a un puesto o actividad en contradicción con la religión de pertenencia. Pero estamos ya en el ámbito de la moral, donde todo debe suceder con la sensibilidad, prudencia e interpelación que la caracteriza; sobre todo, claro está, cuando haya daño claro y grave para terceros y, especialmente, si son “pequeños”. Por eso, un ejemplo, si un profesor de Religión en la escuela pública no vive el matrimonio cristiano, puede ser objeto de advertencia moral desde el cristianismo, con la exigencia que requiera cada caso, pero no veo que el Estado pueda aceptar los efectos de la ley eclesiástica sobre un profesor de su escuela que respeta la ley civil. Lo contrario sería una cesión de soberanía política a las Iglesias. En el caso de una cofradía y una cofrade en matrimonio del mismo sexo, la cofradía católica tiene todo el derecho moral y estatutario de decirle, “no”, pero el derecho eclesiástico podría declinar si los tribunales civiles dijeran que está en juego un derecho humano fundamental y que ningún grupo humano puede negarlo a sus miembros; sólo como exigencia moral. La casuística sería inmensa. Pero estamos de lleno en la moral cristiana, y ésta tiene su forma “moral” de “imponerse”.
La Iglesia puede y debe intervenir
(Myriam Cortés Diéguez– Decana de la Facultad de Derecho Canónico de la UPSA y Catedrática de Derecho Eclesiástico del Estado) Hechos recientes como la denuncia que por coacciones formuló contra la Jerarquía católica una mujer que fue expulsada de una cofradía por contraer matrimonio con otra mujer, así como otras demandas de profesores de Religión católica alegando violación de intimidad, vulneración de derechos del trabajador o daños morales, nos han movido a compartir algunas reflexiones desde el punto de vista del Derecho Canónico y del Derecho del Estado que se refiere al factor religioso.
Aunque los casos son distintos, en todos ellos la intervención de la Iglesia es un derecho, pero sobre todo un deber derivado de la libertad religiosa y del principio esencial de comunión eclesial. No olvidemos que quienes denuncian a la Jerarquía son bautizados en la fe de la Iglesia y que, por ello, participan en su misión.
El Código de Derecho Canónico establece un principio que ha de presidir toda actividad eclesial: los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de actuar (c. 209); en el ejercicio de sus derechos han de tener en cuenta el bien común de la Iglesia, los derechos ajenos y sus deberes respecto a otros. Compete a la autoridad eclesiástica regular, en atención al bien común, el ejercicio de los derechos propios de los fieles (c. 223). Por ello el Código regula el derecho de asociación, y la Conferencia Episcopal Española ha aprobado la Instrucción sobre asociaciones canónicas (abril de 1986). Estas normas garantizan que los fieles que rechacen públicamente la fe católica sean apartados de asociaciones que, como ocurre en el caso de una cofradía, tienen la consideración de públicas y actúan en nombre de la Iglesia (c. 316). Rechazan y se apartan de la comunión eclesial quienes burlan expresamente el matrimonio cristiano entregándose a una unión homosexual.
En el caso de los profesores de Religión, la normativa también es clara. Deberán destacar por su recta doctrina, por el testimonio de su vida cristiana y por su aptitud pedagógica (c. 804). El Obispo tiene el derecho de nombrarlos, así como la obligación de impedir que continúen su tarea docente cuando así lo requiera una razón de religión o moral (c. 805), pues son los Obispos, maestros y doctores de la fe, quienes deben vigilar que las verdades de fe o costumbres no sean malinterpretadas u oscurecidas (c. 753). De ahí que cuando un profesor de Religión no ofrece, además de su aptitud docente, su testimonio de vida, deja de ser idóneo, según las normas canónicas y según la doctrina del Tribunal Constitucional que contempla ambos elementos (conocimientos y testimonio) como inseparablemente unidos en la idoneidad de quien ha de enseñar un credo religioso. Igualmente, el Alto Tribunal determina, obviamente, que corresponde a las autoridades religiosas determinar esa idoneidad (STC 38/2007).
Esta doctrina es coherente con la autonomía que el ordenamiento jurídico español reconoce a las confesiones religiosas, que deriva de la aconfesionalidad del Estado y del derecho fundamental de la libertad religiosa, e implica que éstas pueden organizarse libremente y regirse por sus propias normas (art. 16 de la Constitución, art. 6 de la Ley Orgánica de Libertad religiosa y art. I del Acuerdo jurídico con el Estado español). De ahí que las leyes canónicas sean de legítima aplicación en nuestro sistema jurídico. Quien vea en ellas limitaciones al ejercicio de derechos de los bautizados debe saber que éstos nunca pueden ejercerse al margen de la comunión eclesial (c. 96). Y quienes intenten deslegitimar el Derecho Canónico aduciendo vulneraciones de derechos fundamentales de los trabajadores, deben tener presente que la Iglesia, cuando garantiza la idoneidad de un profesor de Religión, lo hace al servicio del derecho fundamental que asiste a los padres de que sus hijos reciban una formación acorde con sus convicciones (art. 27 Constitución), lo que está por encima del inexistente derecho de un profesor a impartir Religión sin condiciones. Igualmente el Estado, al poner los medios para que pueda impartirse Religión en la escuela, está garantizando a un tiempo el derecho de los padres constitucionalmente reconocido y el derecho fundamental a la libertad religiosa que corresponde a los grupos religiosos y que también, por mandato constitucional, los poderes públicos han de proteger (art. 16).
Estas afirmaciones, siendo de sentido común, pueden ser cuestionadas en un mundo donde el relativismo y el estado de opinión parecen ser las únicas referencias aceptables. El creyente deberá ver por encima de todo ello. Al fin y al cabo, sólo se pide un poco de coherencia.