GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“He pensaod en crear un departamento dedicado al deporte. En esta actividad se esconden categorías humanas capitales, como la corporeidad, el juego, el tiempo libre, el dinamismo…”.
“A menudo se dice que la opinión pública está indignada. Tal vez sea cierto por la mañana. ¡Por la tarde estamos todos viendo el partido!”. Eso decía Montanelli hace unos veinte años. Las cosas no han cambiado mucho en estos días. Ya en el pasado, mucho antropólogos veían en los deportes populares una catarsis de los instintos agresivos innatos, por lo que en ellos habría casi una variante menos ofensiva de la guerra.
En realidad, está visto que a menudo los instintos en el deporte no se subliman, sino que se excitan y desembocan en casos de violencia con muertos y heridos. Leí hace tiempo que en 1969, en dos estados centroamericanos, Honduras y El Salvador, el resultado de un partido de fútbol provocó un conflicto bélico. La degeneración del deporte tiene hoy una larga lista de otros síntomas, como la corrupción, las apuestas, los negocios, el dopaje…
No obstante, la matriz del fenómeno deportivo –que el filósofo Max Scheler consideraba como una de las más relevantes representaciones, por su incidencia social y psicológica, de la edad contemporánea– tiene en sus cromosomas padres y madres nobles. En el mundo clásico grecorromano, el deporte formaba parte de la paideia, es decir, de la formación y educación de la persona, por su capacidad para crear euritmia entre el cuerpo y el alma.
Todos citan la famosa máxima mens sana in corpore sano, que, sin embargo, para su inventor, Juvenal, tenía otro valor curiosamente más “teológico”: la frase completa dice que “hay que pedir a la divinidad el don de un alma fuerte y de un físico robusto” para afrontar las adversidades de la vida y la misma muerte.
El deporte en la Antigüedad acompañaba la historia de un pueblo: pensemos en los juegos panhelénicos, en las Olimpiadas narradas por Píndaro o incluso en los juegos fúnebres cantados por Homero. Carreras, lucha, gimnasia, pentatlón… siguen fascinándonos aún hoy en las pinturas de la época.
La misma Biblia, que es el otro gran código de nuestra cultura, aunque nutre reservas sobre el deporte pagano, usa la metáfora del juego para representar al Dios creador (Proverbios 8, 30-31), un camino seguido por algunos teólogos importantes del siglo pasado. El mismo san Pablo no esconde su pasión por las carreras y el boxeo: “Por eso corro yo, pero no al azar; lucho, pero no contra el aire…” (1 Corintios 9, 26). En la tradición popular cristiana se llega hasta el punto de colocar en una vidriera en la catedral anglicana de Nueva York, la de St. John the Divine, a los jugadores de un partido de baloncesto y a otros atletas…
En esta línea pensé recientemente crear en el dicasterio vaticano de la Cultura un departamento dedicado al deporte. En esta actividad se esconden categorías humanas capitales, como la corporeidad, el juego, el tiempo libre, el dinamismo, la fiesta, el severo ejercicio físico que se transforma en costumbre espontánea, etcétera. Es indispensable –aunque, por desgracia, no se realiza– la formación del educador deportivo: a menudo, un entrenador tiene más contacto con los muchachos que los padres y los profesores, en ocasiones con un grave riesgo de incidencia negativa, no pocas veces en el ámbito sexual (por ejemplo, la pedofilia).
El juego en el mundo clásico estaba conectado también con lo sacro. Ahora, la secularización ha reducido el deporte a un rito de masa “laico”, a la afición, vacío de todo signo de creatividad, de interioridad y de armonía, borrando la posibilidad de espacios externos al deporte, como el culto, la lectura, la reflexión o la vida en familia.
Expeditivo pero punzante como siempre, Karl Kraus advertía: “El deporte es hijo de la democracia, pero contribuye al atontamiento del individuo y de la familia”. Contra esta deriva es posible introducir, en cualquier caso, vacunas que sanen y exalten esta suerte de “esperanto” de la humanidad que es el deporte.
En el nº 2.847 de Vida Nueva.