LUIS FERNANDO VÍLCHEZ M. |
Acabo de asistir a dos celebraciones de Primera Comunión. En los recuerdos acumulados a lo largo de la vida, este acontecimiento ocupa un lugar privilegiado en la mayoría de las personas y algo emocional lo revive cuando se asiste, pasado el tiempo, a estas celebraciones.
¿Cómo será, pasados los años, el recuerdo que tengan los niños actuales del día de su Primera Comunión? Habrá respuestas de todos los colores y gustos: fiesta, amigos, regalos, familia, hasta lo fundamental, que un niño mayor, participante en las celebraciones referidas, dijo en voz alta, a requerimiento del celebrante: “Fue el día en que recibí a Jesús por primera vez”.
En una valoración de las celebraciones a las que he acudido, pondría un sobresaliente a los niños y niñas, atentos, participativos y milagrosamente abstraídos del barullo circundante. Sobresaliente a los sacerdotes y catequistas, por la preparación y desarrollo de la ceremonia, por el lenguaje homilético y algunos hallazgos felices, como la declamación enfática del salmo responsorial, o el canto maravilloso de una niña antes del Evangelio. Pondría, y lo lamento, un suspenso a buena parte de los asistentes, que confunden la Primera Comunión con una celebración banal.
Y otorgaría un sobresaliente, esta vez cum laude, a los abuelos, algunos de ellos catequistas de sus nietos, “canguros” ocasionales, acompañantes de los niños en sus trayectos diarios casa-colegio y emocionados hasta las lágrimas al verlos comulgar.
Simbolizo este homenaje en el tierno abrazo que uno de los comulgantes, Manuel, dio a su abuelo en el momento litúrgico de la paz. A pesar de haberlo ensayado, no le dijo “la paz sea contigo”. No hacía falta. Le susurró, con todo el cariño del mundo y apretándolo fuerte: “¡Abueeeelo!”.
En el nº 2.848 de Vida Nueva.