(Juan Rubio– Director de Vida Nueva)
La patente de corso también se exhibe ufana en esta Iglesia carpetovetónica, y hay veces que ni se lee el libro de instrucciones que la acompaña. Era esta patente la carta que autorizaba expediciones marinas para perseguir y saquear a piratas enemigos, bandidos y saqueadores. Con ella en el bolsillo, se hacían chanchullos, marrullerías y trampas. Hay hoy quienes conceden esta patente con cuño altanero, lanzando embarcaciones a locas carreras a la caza de lo que huela a herejía o indisciplina. Hay patentes de corso en manos de teólogos, liturgistas, catequetas, moralistas, periodistas o simples pensadores sin más. Todo vale con tal de derribar la barquilla supuestamente enemiga. La patente de corso cubre excesos, tropelías y venganzas personales. Quienes las dan y quienes las toman, saben lo que hacen. Ya señalaron el enemigo a batir. Estos corsarios son bravucones más que valientes; “enterados” más que listos; y vasallos más que colaboradores. Atisban una falucha en el horizonte y lanzan cañonazos. Matan mosquitos con bombas y, queriendo derribar una barquilla a la deriva, apuntan contra toda la flota, sin saber, a veces, que en los buques nobles ondean banderas amigas. Eso tiene la miopía de quienes no distinguen el todo de la parte y hacen más caso a las vísceras que a la inteligencia. Cuando vuelven jactanciosos a los puertos, encuentran a sus amos aterrorizados, enrojecidos, molestos y avergonzados. La patente de corso la tenían para batir al enemigo y no para provocar el fuego amigo. Quemaron pólvora en salvas mientras una flota enemiga acechaba en los caladeros.
Publicado en el nº 2.698 de Vida Nueva (del 6 al 12 de marzo de 2010).