(Vida Nueva) La Semana de Oración por la Unidad de los cristianos nos interpela cada año sobre nuestro esfuerzo ecuménico. ¿Se hace en España todo lo que se puede? Teófilo Moldovan, de la Iglesia ortodoxa Rumana en Madrid, y el profesor de Ecumenismo en la Universidad Pontificia de Salamanca, Fernando Rodríguez Garrapucho, reflexionan sobre este tema en los ‘Enfoques’.
Quo vadis, unidad?
(Teófilo Moldovan– Iglesia Ortodoxa Rumana en Madrid) La Iglesia ortodoxa y la católica, “los dos pulmones” de la única y auténtica Iglesia del primer milenio cristiano, definida por el Concilio Ecuménico de Constantinopla (a. 381) como “una, santa católica-universal y apostólica”, declaran públicamente que su “prioridad pastoral es el ecumenismo”.
El ecumenismo internacional persigue, no sin dificultades, volver a traer al mundo cristiano a la misma doctrina de fe de la Iglesia indivisa, a la misma forma de expresar la fe, para que la Iglesia universal sea auténticamente una y, de este modo, se cumpla la voluntad de Cristo: Ut omnes unum sint (Jn 17, 21). ¡Cristo mismo advertía respecto de las desuniones, divisiones intercristianas! San Pablo también constató la existencia de las divisiones, y su acento caía sobre la necesidad de aclarar lo necesario y reconstruir la unidad de la fe allí donde había división doctrinal.
El Concilio de Jerusalén, los concilios locales y, sobre todo, los concilios ecuménicos (a. 325-787) analizaron las confrontaciones doctrinales, redactaron la doctrina ortodoxa de la fe y ofrecieron soluciones válidas para la Iglesia universal. La Iglesia ortodoxa ha quedado fiel a ese patrimonio inamovible del primer milenio. Si el primer milenio cristiano fue el “milenio de la unidad de la Iglesia”, el segundo fue el “de las separaciones y divisiones”.
Así, todo lo que han añadido algunas Iglesias y agrupaciones cristianas en el segundo milenio han sido novedades inútiles y peligrosas que rompieron la unidad de la Iglesia indivisa y su infalibilidad habida. Ante este drama, las Iglesias cristianas, sobre todo en el siglo XX, tomaron conciencia de la gravedad por apartarse de la voluntad de Cristo e iniciaron la gran obra del movimiento ecuménico. Y, desde Edimburgo 1910, el diálogo teológico entre ellas ha experimentando un deshielo y un progresivo éxito en las relaciones interconfesionales. Sin embargo, hoy el ecumenismo parece estancado.
La ruptura de la unidad fue rápida; rehacerla requiere un camino largo y responsable. Y los esfuerzos tropiezan con aquel non possumus de la conciencia dogmática. El largo estado de separación dio consistencia a graves diferencias teológicas, eclesiológicas, sacramentales… que se desarrollaron en paralelo. Estas nuevas doctrinas son imposibles de ser comulgadas por las Iglesias fieles a las doctrinas de la Iglesia indivisa del primer milenio. Luego, demasiado tiempo las Iglesias separadas se ignoraron, se encerraron en sí mismas, defendiendo sus verdades y criticando los errores de las otras.
El problema hoy es interpretar y reformular las perspectivas y métodos del pasado en una situación ecuménica nueva en la que se desarrolla el diálogo teológico. La preocupación por la coherencia teológica del movimiento ecuménico no debe ser subestimada, pero no se debe ocultar ni la diversidad de la tradición, de la cual habla incluso el Nuevo Testamento. Hay que distinguir entre tradición conciliar común y tradición local, entre unidad y diversidad, aspecto que es “justo y necesario” en el ecumenismo. Y reconocer recíprocamente la misión específica de cada Iglesia, una cierta diversidad confesional en su contexto particular, geográfico, humano y cultural. Lo peligroso es la insensibilidad ante los problemas que genera la división.
Creo en el ecumenismo, lo cultivo y tengo grandes esperanzas en su presente y futuro. Pero depende de las jerarquías, sacerdotes, profesores en Seminarios y Facultades de Teología, y de quienes ostentan cargos ecuménicos o de relaciones interconfesionales. ¿Qué conciencia ecuménica tienen y qué testimonio ecuménico dan? La gran labor ecuménica de nuestros antecesores nos obliga en conciencia a seguir.
Las perspectivas del ecumenismo son optimistas, sin que nos desanime el ejemplo negativo de un cierto país. Optimismo comprobado en el compromiso común de todas las Iglesias con los problemas del mundo. Pero las Iglesias han de hablarle al mundo de Dios, de la salvación, transmitir una moral sana. Cristo es amor, y el amor a Él nos obliga a reconciliarnos, amarnos y unirnos en Cristo. El auténtico ecumenismo es ética y moral cristiana, vida de entrega, “liturgia del hermano necesitado”, estudio, vida espiritual conjunta…
Hemos de recuperar el alfabeto ecuménico y el clima característico del ecumenismo, que no es sólo teoría, diálogo teológico, verticalismo, sino también horizontalismo, realidad social, cultural, integración…
El mundo de hoy seguirá preocupándose profundamente por la unidad de los cristianos. Y el pueblo de Dios, viéndonos apáticos e inactivos, nos pedirá cuentas y gritará: “¿Dónde están los ecumenistas docentes, los que ostentan cargos ecuménicos, por qué callan? ¡Nosotros queremos el pan de la unidad, queremos ver vuestro ejemplo!”. Éste es el misterio de nuestra fe ecuménica y sic credimus.
Aprovechar el ejemplo de Edimburgo
(Fernando Rodríguez Garrapucho– Centro de Estudios Orientales y Ecuménicos Juan XXIII, Universidad Pontificia de Salamanca) La gran expansión de las Iglesias protestantes, y también de la Iglesia católica comenzada en el siglo XVIII e intensificada en el siglo XIX, proyectó sobre el campo misionero toda la gravedad de las divisiones cristianas. Ello provocó entre las Iglesias de la Reforma la idea de convocar conferencias misioneras internacionales que ayudasen a resolver problemas comunes. En este ámbito, y facilitado por los nuevos medios de comunicación, nació la Conferencia misionera de Edimburgo (15-23 de junio de 1910), en la cual se dieron cita protestantes y anglicanos.
En Edimburgo se puso de manifiesto una cuestión clave: el escándalo continuo que provocan las divisiones de la Iglesia en las tierras de nueva misión se vio como el mayor obstáculo para la evangelización. Partiendo de ello, en la Conferencia se puso en marcha una nueva era que pasaba de la confrontación a la cooperación entre cristianos y se tomó conciencia de que esto necesitaba de una acción y organización a escala mundial. Nacía el ecumenismo moderno.
Alguna de las frases de un no europeo que asistió a la Conferencia quedó para la historia. Mozoomdar decía: “Nos habéis enviado misioneros que nos han hecho conocer a Jesucristo, y os damos las gracias. Pero nos habéis traído vuestras divisiones y vuestras diferencias. Unos predican el metodismo, otros el luteranismo, el congregacionalismo o el episcopalismo. Os pedimos que prediquéis a Jesucristo y que dejéis al mismo Jesucristo suscitar del seno de los pueblos, por la acción de su Santo Espíritu, la Iglesia conforme al genio de nuestra raza, que será la Iglesia de Cristo en Japón, la Iglesia de Cristo en China, la Iglesia de Cristo en la India, libre de todos los ismos con que vosotros cargáis la predicación del Evangelio entre nosotros”.
Un primer aspecto interesante de esta Conferencia fue el clima de oración en que se desarrolló. Fue una plegaria constante que impresionó a todos los participantes. Ello nos llama a una primera tarea en este centenario: intensificar nuestra oración por la unidad de los cristianos como el mejor medio para que el Espíritu actúe en nuestras personas y nuestras Iglesias por las sendas de la unidad que él quiera llevarnos. Caminos llenos de sorpresas, que nosotros no programamos, caminos de conversión que nos llaman a una docilidad que sólo se aprende en la oración mediante el ecumenismo espiritual.
En segundo lugar, en el mensaje que la Conferencia entregó al término de sus trabajos se lee: “Tenemos urgente necesidad de un sentido más profundo de nuestra responsabilidad ante Dios todopoderoso por la gran tarea que nos ha confiado en la evangelización del mundo”. Hace cien años, los cristianos participantes en esta Conferencia tenían lúcida conciencia de lo que significó la oración suprema de Jesús antes de su muerte: “Como tú vives en mí, vivo yo en ellos para que alcancen la unión perfecta y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mí” (Jn 17, 23). En la unidad de los cristianos se juega la fidelidad al proyecto de Jesús sobre sus discípulos y la fecundidad de la misión de la Iglesia. El Evangelio de Jesús no puede ser hoy proclamado de modo creíble por Iglesias divididas. No caben ya excusas o “políticas” de mayorías sociológicas para desatender o menospreciar la práctica del ecumenismo como algo secundario en la evangelización.
Ignorancia culpable
En España, se han dado pasos importantes después del Concilio Vaticano II. Pero no podemos seguir en la ignorancia culpable en la teoría y en la práctica. Las Iglesias de Europa respiran otros aires, y su compromiso ecuménico está dando muchos frutos llenos de creatividad y sentido de responsabilidad ante uno de los “signos de los tiempos” más claramente señalados por el último Concilio. Es la respuesta que está dando el cristianismo europeo a una acción ecuménica tan valiente y claramente alentada por Juan Pablo II a lo largo de su fecundo ministerio como Obispo de Roma.
El recuerdo centenario de Edimburgo nos convoca a un nuevo impulso misionero y ecuménico de carácter estimulante, creador y, en cierto modo, profético para las mismas Iglesias. Para ello, nuestro cristianismo español, y en gran medida también protestante y ortodoxo, es convocado a hacer caer muchos miedos y complejos; tienen que purificarse de una vez por todas recuerdos dolorosos del pasado; tienen que cuidarse más las manifestaciones públicas en los medios de comunicación; debe instaurarse una actitud de más confianza mutua y volver a un diálogo fluido y permanente en todos los niveles. Una oportunidad que no deberíamos desaprovechar.
En el nº 2.691 de Vida Nueva.