¿Habla claro la Iglesia ante la violencia de género?

¿Habla claro la Iglesia ante la violencia de género?

ilustracion-violencia-gener(Vida Nueva) En lo que va de año, 11 mujeres han muerto en España víctimas de la violencia doméstica o de género, un problema que, pese a una ley específica, sigue lejos de solucionarse. ¿La palabra de la Iglesia es clara en esto? ¿Podrían interpretarse como ambiguos algunos mensajes acerca de la fidelidad, el perdón, etc.? La teóloga Lucía Ramón y el vicario de Pastoral Social y delegado diocesano de Medios de Comunicación de Coria-Cáceres, Jesús Moreno Ramos, reflexionan sobre ello.

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Lucía Ramón(Lucía Ramón Carbonell– Profesora de Ecumenismo en la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia) Es la violencia doméstica también un desafío para la Iglesia? Desgraciadamente, para la mayoría de la Iglesia la violencia doméstica constituye un problema marginal, privado o como mucho social, que no atañe directamente a la comunidad eclesial. Rara vez se menciona en los sermones, en la formación cristiana, pastoral y sacerdotal y en los documentos oficiales o pronunciamientos públicos de la Iglesia. Sin embargo, se trata de una situación que tenemos que modificar entre todos. La violencia doméstica y el maltrato a la mujer son pecados personales, sociales y estructurales graves. Y la Iglesia, todo el tejido eclesial, tiene la obligación moral de denunciarlos, prevenirlos y contribuir a esa transformación cultural y social necesaria para erradicarlos. 

El movimiento de mujeres ha hecho más que nadie por sensibilizar a la sociedad del problema de la violencia doméstica y la violencia de género, analizar sus causas y paliar sus efectos. Tanto Juan XXIII en la Pacem in Terris como Juan Pablo II en la Mulieris dignitatem y en su carta publicada con motivo de la Conferencia de Pekín lo consideran un auténtico signo de los tiempos por su perseverante trabajo a favor de la justicia para las mujeres. Las mujeres cristianas involucradas en estos movimientos somos muy sensibles a esta cuestión, tanto a nivel social como pastoral y teológico. Estamos convencidas de la necesidad de que la Iglesia institucional se comprometa en esta cuestión en favor de la dignidad humana, haciendo una opción preferencial por las mujeres maltratadas pública y explícita. También en este tema nos jugamos el Reino de Dios y su justicia. 

En una Carta sobre la Violencia Contra las Mujeres, la Conferencia de Iglesias Europeas y el Consejo de Conferencias Episcopales de Europa (mayo 1999) afirman que el daño provocado por la violencia contra las mujeres es una herida que afecta a todo el cuerpo eclesial. La carta reconoce y expresa su preocupación porque también se ejerce en las instituciones, comunidades y hogares cristianos, y se lamenta de que las Iglesias hayan permanecido en silencio durante tanto tiempo. También invita a todas las Iglesias de Europa a comprometerse seriamente en esta cuestión y a colaborar con los grupos que ya están trabajando con las víctimas de los abusos y en favor de una sociedad más justa y no violenta. La carta urge a llevar a cabo un diálogo abierto en las Iglesias sobre la violencia contra las mujeres y a poner nombre a las actitudes, las teologías y las estructuras que la alimentan. Desgraciadamente, su recepción generalizada sigue pendiente. Sería lamentable que un documento tan importante no fuera más que papel mojado, que no fuéramos capaces de recoger el desafío que nos lanza. 

Pero el reto fundamental está en la realidad misma, en la vida cotidiana, en la necesidad de conversión a la que también estamos llamados todos los cristianos y la propia institución en esta cuestión. Para hacer creíble la denuncia y el servicio a las víctimas, la Iglesia tiene que asumir su parte de responsabilidad en el maltrato a la mujer. Esto supone que se responda por lo menos a cuatro grandes desafíos. 

  • El primero de los retos es ponerse a la escucha de lo que las víctimas nos tienen que decir, y reconocer los devastadores efectos de los maltratos sobre el cuerpo y alma de las mujeres. Sólo así podremos responder tanto a sus necesidades físicas y psicológicas como espirituales. 
  • El segundo es la denuncia inequívoca y persistente desde todas las instancias eclesiales de la violencia contra las mujeres y el sexismo como pecados graves, y la llamada a la conversión tanto de los maltratadores como de una comunidad excesivamente tolerante con el maltrato y la discriminación. Ese silencio nos hace cómplices y refuerza al verdugo.
  • Un tercer desafío es la relectura crítica de la propia tradición desde el espíritu del Evangelio y la praxis de Jesús de Nazaret. Hay que revisar nuestras teologías, nuestros planes de formación y el lenguaje litúrgico y pastoral teniendo en cuenta esta cuestión. La educación y la sensibilización son decisivas para la transformación social, y la Iglesia puede aportar mucho en este terreno tanto para prevenir los maltratos y ayudar a las mujeres a salir de sus infiernos personales, como para promover nuevos modos de relación y formas más justas de repartir las cargas y los beneficios sociales entre hombres y mujeres. 
  • Para ello -y este sería el cuarto desafío-, es necesario abrirse a nuevas perspectivas teológicas que ofrecen las diversas teologías feministas y a la colaboración con los movimientos de mujeres para prevenir la violencia de género y promover el reconocimiento efectivo de la dignidad de las mujeres y de la igualdad de oportunidades para todos. 

Afirmar que la violencia contra las mujeres no es una parte del orden creado, sino un pecado que debemos denunciar y combatir eficazmente, es una auténtica profesión de fe en nuestro tiempo. Es creer que varones y mujeres podemos vivir existencias significativas y afirmadoras de la vida sin oprimirnos unos a otros. Es hacer visible el Reino de Dios que Jesús nos invita a descubrir entre nosotros gracias a una nueva mirada sobre la realidad: la mirada del Evangelio.

Una lacra de nuestra sociedad

jesus-moreno(Jesús Moreno Ramos- Vicario de Pastoral Social y delegado diocesano de Medios de Comunicación de Coria-Cáceres) La “violencia de género” o “violencia machista” es aquélla que se ejerce hacia las mujeres por el hecho de serlo y que tiene como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad tanto si se producen en la vida pública o privada (Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer. Organización de las Naciones Unidas, 1994. art. 1).

Hay quien prefiere utilizar el concepto de “violencia doméstica”, si bien ésta se refiere a toda aquélla que se produce dentro de la casa y no sólo sobre la mujer, sino también sobre otros miembros del mismo hogar. Y es que, con demasiada frecuencia, en el ámbito doméstico también se dan agresiones contra los ancianos y los niños, principalmente, que son dos colectivos especialmente frágiles.

Hoy se están realizando grandes esfuerzos por erradicar este tipo de violencia, y una muestra de ello ha sido la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, que entró en vigor el 28 de diciembre de 2004. Desde entonces se habla mucho sobre la eficacia de esta ley a la hora de proteger a las víctimas y sobre su función intimidatoria.

Seguramente, los esfuerzos judiciales y policiales, así como la sanción de malos tratos, medidas cautelares y otras formas de protección están evitando males mayores, pero las cifras que se hacen públicas siguen siendo alarmantes: en el año 2008 murieron a manos de su pareja 74 mujeres y en lo que llevamos del año 2009 han sido asesinadas 11.

Hay expertos que dicen que esta ley no intimida suficientemente, quizá porque va dirigida a sujetos que son difícilmente intimidables, delincuentes pasionales poco propensos a razonar sobre las ventajas y perjuicios que causa su actuación. Esto explicaría que el incremento de las penas en tales delitos no genere una disminución del número de muertes. 

Con todo, la violencia de género es demasiado compleja como para pensar que su solución viene sólo de manos de la ley penal. Es precisa una intervención de todos los sectores de la sociedad en orden a la protección de las víctimas y a la prevención de estas conductas. La protección se lleva a cabo con actuaciones judiciales y policiales, pero también se ha de concretar en medidas de orientación y acompañamiento de las víctimas, asesoramiento jurídico, apoyo económico, etc. 

La prevención pasa por una actuación en los procesos de socialización, sensibilización y educación en valores. Toda la sociedad en su conjunto ha de promover el sentido de igualdad entre todos y el respeto a los otros. Ambos valores no se imponen, sino que se transmiten desde la primera infancia, y en ello tienen un papel muy importante la familia, el sistema educativo y las instituciones religiosas. 

La violencia en todas sus manifestaciones es síntoma de una sociedad enferma, y sólo puede ser erradicada totalmente cuando se promueve desde todos los frentes una cultura del amor y del respeto

La violencia contra la mujer, en el hogar o fuera del hogar, nunca es justificada. Juan del Río, entonces obispo de Jerez, decía en su primera carta pastoral del año 2004 que “ante los malos tratos de mujeres y niños, a veces hay un silencio cómplice (o cobarde) de vecinos, amigos y conocidos, que se amparan en vagas expresiones como ‘son cosas de los matrimonios’ o ‘de puertas para adentro, cada casa es un mundo’. Creo que es momento de decir claramente: ¡Basta ya de considerar la violencia doméstica como un mero asunto privado!”. La colaboración de todos es necesaria para erradicar este tipo de comportamientos. No podemos seguir siendo espectadores.

Hace unas semanas, Francisco Cerro, obispo de Coria-Cáceres, publicaba un artículo sobre “el derecho a la vida” en el que recogía una frase del Catecismo de la Iglesia Católica: toda “vida humana es sagrada y sólo Dios es Señor de ella, desde su comienzo hasta su término; nadie en ninguna circunstancia puede atribuirse el derecho de matar  de modo directo a un ser humano inocente” (n. 2.258). Y de ahí sacaba un principio ético fundamental: todo lo que protege la vida es bueno y todo lo que ataca la vida es malo. Pero si cualquier homicidio es digno de repulsa, cuánto más si quien lo comete está o ha estado ligado matrimonialmente a la víctima.

Tanto el hombre como la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios, y Jesús enseñó que todas las mujeres y hombres son seres dignos de respeto. El papa Juan Pablo II recordaba que “el modo de actuar de Cristo, el Evangelio de sus obras y de sus palabras, es un coherente reproche a cuanto ofende la dignidad de la mujer” (Mulieris dignitatem, 15). 

La Iglesia debe ser siempre lugar de acogida para quienes necesitan protección en su dolor y compañía en su aislamiento. Además, debemos unir nuestras fuerzas a las de otras instituciones y grupos que también están comprometidos en prevenir este tipo de violencia y en proteger a sus víctimas.

En el nº 2.658 de Vida Nueva.

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