(Joaquín L. Ortega– Sacerdote y escritor)
“Vida Nueva está ahora llamada a vivir y a servir a la contemporaneidad de la Iglesia actual y del mundo de hoy, manteniendo bien alzada una palabra libre, propia y comprometida. Me gustaría, además, que lo hiciera siempre “nec temere nec timide”. Es decir, con valentía y sensatez y sin cortedad…”
Decía Albert Camus que “a Grecia hay que volver siempre” y dice el adagio romano que Roma hay que visitarla “saltem bis in anno”, dos veces al año por lo menos. La revista Vida Nueva -en sus directivos y colaboradores- acaba de peregrinar a Roma, al cumplir los 50 años de vida, para darse allí un baño de romanidad y, a la vez, hacer profesión pública de su eclesialidad. Al margen de tal ceremonia lustral, Vida Nueva siempre ha sido una revista “de Iglesia”, aunque nunca fue jurídica o canónicamente una revista “de la Iglesia”. En la sutileza de esta formulación anida todavía la identidad de Vida Nueva, cuyos primeros promotores estaban impregnados de romanidad.
Desde el balcón de sus bodas de oro, Vida Nueva ha querido estrenar su proyecto de futuro empezando por reavivar su pasado. Nada más cuerdo cuando sus orígenes supusieron un esfuerzo eclesial fecundo y plural que olía ya al todavía insospechado Concilio Vaticano II. A mi entender, Vida Nueva está ahora llamada a vivir y a servir a la contemporaneidad de la Iglesia actual y del mundo de hoy, manteniendo bien alzada una palabra libre, propia y comprometida.
Me gustaría, además, que lo hiciera siempre “nec temere nec timide”.
Es decir, con valentía y sensatez y sin cortedad ni encogimiento, mirando siempre a su futuro y a su pasado para mantener permanentemente equilibrada su rica y añeja identidad.