(Vida Nueva) El Papa ha convocado un Año Sacerdotal a partir del 19 de junio y, entre otras indicaciones, invita a los presbíteros a “ser identificados y reconocidos” también “por el hábito”. El modo de vestir, ¿contribuye favorablemente a su ministerio o es un obstáculo? Luis M. Vallecillos y Fernando Bravo, sacerdotes diocesanos, reflexionan sobre una vieja cuestión que cobra actualidad: ¿el habito hace al monje?
Signos de lo sagrado en una sociedad secularizada
(Luis Manuel Vallecillos Sánchez-Céspedes – Sacerdote diocesano) No vamos a entrar en la cuestión de si “el hábito hace al monje”. Tampoco, por supuesto, se cuestiona la vida de los sacerdotes que no visten de cura. Son muchos, muchísimos, los que dejaron el clergyman y no han dejado de tener una entrega generosa.
La normativa de la Iglesia sobre este tema es de sobra conocida, y pasamos directamente a hacer una reflexión en voz alta.
Al tratar este tema, tenemos que partir de la identidad sacerdotal. No es otro Cristo, es el mismo Cristo. Esto que es para todo bautizado, en el sacerdote se da de forma sacramental. Es una gran dignidad inmerecida compatible con la pequeñez personal. El sacerdote es el que presta a Dios su voz, sus manos…, el que entrega su vida. Y se espera de él disposición absoluta a los demás, sin limitaciones de tiempo ni espacio. Sí parece, por tanto, que puede ser importante para esto que al sacerdote se le reconozca. Hacer ver a los demás que somos sacerdotes de forma evidente, facilita que puedan acercarse a nosotros en cualquier momento y lugar.
En la reciente historia de la Iglesia en España, muchos sacerdotes, honestamente, entendieron que abandonar el distintivo sacerdotal era un signo de acercamiento a la gente: ser uno más entre los demás, presentando una imagen de la Iglesia más dispuesta a acoger, sin privilegios.
Y si no me visto de cura, ¿cómo me visto? Si el modo me aproxima o me aleja, ¿cómo lo hago? ¿Para acercarme a quién? ¿Me pongo chaqueta y corbata o unos vaqueros? Todo depende de a quién me quiero acercar. ¡Qué lío! En los trabajos suele haber un uniforme o un modo de vestir: el médico, el empleado de banca, el trabajador manual. El uniforme facilita, hace más accesible y suele dar confianza. Es cierto que el abogado no lleva la toga por la calle ni el fontanero la ropa de trabajo, pero no es menos cierto que la vestimenta sacerdotal habla de la disponibilidad que no tiene horarios.
Pasado el tiempo, después de unos cuantos años que nos dan cierta perspectiva para analizar con calma, podemos preguntarnos: la opción de no llevar distintivo, ¿ha ayudado en algo? ¿Es un bien para el sacerdote? La identidad sacerdotal no está fijada en la camisa que lleva, pero ¿le ayuda a vivir y ejercer mejor su ministerio? ¿Es un bien para los demás? En una población pequeña, el sacerdote es conocido por todos, pero en los núcleos grandes, ¿qué sentido tiene que se sepa? Es atractivo ver a sacerdotes por la calle que están contentos de serlo y de servir a la Iglesia a la que se entregaron sin reservas. Y esto no es sólo algo estético, sino que ofrecen la posibilidad de que se acerquen a ellos en busca de confesión, consejo…
Hemos llegado al siglo XXI, donde siguen permaneciendo muchas circunstancias, pero son otros tiempos, y la secularización aparece con mucha más fuerza. Por eso, también es más importante significar lo sagrado en la sociedad. Se necesitan signos que hablen de lo trascendente. Y el sacerdote con el distintivo habla de algo distinto de lo que hay y que la gente busca.
¿Por qué la Iglesia sigue pidiendo el distintivo a los sacerdotes? Vivimos tiempos donde se palpa el olvido de Dios y lo sagrado. El Directorio para el Ministerio y la Vida de los presbíteros dice en su número 66: “En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente la necesidad de que el presbítero -hombre de Dios y dispensador de sus misterios- sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del que desempeña un ministerio público. El presbítero debe ser reconocible, sobre todo, por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel -más aún, por todo hombre- su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia”.
Y el papa Benedicto XVI, en el anuncio del Año Sacerdotal, dice: “… deben estar presentes, ser identificados y reconocidos por el juicio de la fe, por las virtudes personales, así como por el hábito, en los ambientes de la cultura y de la caridad, que están siempre en el centro de la misión de la Iglesia”.
El modo de vestir ayuda, pero lo importante es que unos y otros, todos sin distinción, seamos “sacerdotes de cuerpo entero”. Que seamos lo que representamos.
“Pasó por uno de tantos”
(Fernando Bravo Miralles– Sacerdote diocesano) Conocí hace tiempo a un hermano sacerdote joven que, recién llegado a su destino pastoral, vestía amplias camisas de coloridas flores y pantalones bermudas de tonos poco discretos. Esto le daba un cierto aire de empatía y acercamiento a los jóvenes, de lo cual se sentía orgulloso, y, a la vez, provocaba en él un cierto bienestar, al comprobar que este atuendo se erigía en provocación hacia los fieles de mayor edad y marcaba intencionadamente la diferencia entre párroco y coadjutor. A los pocos meses de permanecer en la parroquia comenzó a vestir clergyman y negro riguroso. Nadie podía explicarse este cambio tan rotundo, que dejaba a la feligresía aún más desconcertada. La razón de tal transformación solamente algunos la conocíamos: pasada la brisa suave del inicio idealizado del ministerio, sobrevino el viento recio de la realidad pastoral, siempre más dura por real. Así, buscando refugiarse de la tempestad, para la que quizás no estuviera suficientemente preparado, asumió el traje clerical como una especie de caparazón que le mantenía a salvo de agresiones externas y conservaba intacta su identidad. No sé si llegó a darle el resultado esperado, pero yo asistí a este cambio con cierta pena.
Con esta anécdota pretendo fijar una postura inicial sobre el enfoque del que tratamos. La cuestión creo que no está en la mayor o menor bondad o acierto del vestir hábito, sino en las motivaciones profundas que llevan a vestirlo, algunas de las cuales pueden ser muy cuestionables. Marcar diferencias de modo innecesario, suplir una cierta falta de identidad sacerdotal, soterrar la fragilidad propia para enfrentarse a determinados retos ministeriales o para asumir los reveses de la propia dinámica pastoral, camuflar con la apariencia la pobreza en la vivencia de compromisos inherentes al ministro ordenado, pueden erigirse, entre otras muchas desviaciones, en razones para la búsqueda de la falsa seguridad que parece lograrse con la apariencia externa. ¿Y qué decir del uso del clergyman como signo de distinción sacra frente al moderno ambiente laicista? Si lo utilizamos como arma arrojadiza y lo incluimos en la guerra de símbolos, creo que no estaremos en una postura consonante con el Reino, que es propuesta y no afán de imposición. Sin duda, las desviaciones señaladas se pueden dar también en quienes rechazan el traje clerical, pero, en tal caso, prefiero la transparencia de la vulnerabilidad a la opacidad de un negro talar.
La encuesta sobre el clero publicada en 2007 por 21rs aportaba que tres de cada cuatro sacerdotes visten de calle sin ningún distintivo. Y señalaba, a la vez, que el clero más joven constituía la mayoría de ese 25% que vestía clergyman. Esos curas jóvenes con alzacuellos se definían como políticamente de derechas, conservadores y para los cuales el Concilio Vaticano II fue un concilio más. La identificación entre estilo pastoral y traje clerical aparece excesivamente marcada, de tal manera que los que no compartimos ni una cosa ni la otra preferimos así no ser confundidos, viviendo, a veces, “en tierra de nadie”; pero vistiendo como queremos.
Llevo catorce años ordenado. He ejercido siempre mi ministerio como párroco en varias comunidades. No visto clergyman, ni siquiera recibí la ordenación vistiéndolo. Veo bien, como no podía ser de otra manera, que otros hermanos lo hagan. Conozco el canon 284 del CIC. Poco antes de ordenarme, la Congregación para el Clero publicó el Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, donde se exponía la obligación del traje eclesiástico en términos como éstos: “El presbítero debe ser reconocible también por su modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia”; “exceptuando situaciones del todo excepcionales, el no usar el traje eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la identidad de pastor.”
Sinceramente, en su día me cuestionó este criterio; hoy lo vivo con más libertad, con el convencimiento de que mi identidad de pastor ha ido creciendo y madurando sin necesidad de traje distintivo, y que mi pertenencia a Dios y a la Iglesia nunca la han puesto en duda las comunidades a las que he servido, que me han reconocido por mi rostro y por mi voz. El contacto con la realidad vital de mis feligreses y la intuiciones de mi experiencia pastoral me dicen que al cura con clergyman se le ve más como portavoz de pronunciamientos morales y doctrinales (que a veces están más pensados para afirmar la propia autoridad) que como al pastor que anuncia la misericordia entrañable de Padre. Ópticas distintas. Me quedo como el que “pasó por uno de tantos”.
En el nº 2.659 de Vida Nueva.