(Vida Nueva) “La sociedad es racista, pero yo no”. Éste parece ser el sentir general en nuestro país, a la luz de un informe elaborado por Amnistía Internacional (AI) y cuyos resultados hemos conocido recientemente. La mayoría considera que España es un país racista, pero casi nadie se reconoce como tal. Este tema nos ha servido como excusa esta semana para nuestros Enfoques, que llegan de la mano de Raúl Jiménez Zavala y de Daniel Izuzquiza.
“No soy racista pero…”
(Raúl Jiménez Zavala– Responsable de Comunicación de la Asociación Rumiñahui Hispano Ecuatoriana) Acabamos de conocer el último informe elaborado por Amnistía Internacional (AI), que resume la forma en que algunos españoles no terminan por asumir su naturaleza racista frente a la población extranjera y al colectivo gitano. Concretamente, un 0,7% de los autóctonos entiende que el racismo no es un problema; en cambio, la presencia de ciudadanos de otras latitudes constituye su tercer problema, con un 34,5%, según una encuesta del CIS de enero de 2007.
Para encajar fácilmente estos datos, por varias ocasiones hemos escuchado en la calle o en algunos medios de comunicación una frase que ventila esta doble moral y que, incluso, provoca que muchos se muerdan la lengua para no descubrir su instinto irracional: “No soy racista pero…”, dibuja para quien lo dice una realidad que difícilmente reconoce, pero que genera una respuesta a esa supuesta vulneración de su espacio por parte de “invasores”, que, según dicen, llegan en avalanchas y que ponen en peligro la convivencia, incluso su cultura.
Desinformación, ignorancia, manipulación de la realidad, intereses creados, insolidaridad, egoísmo, son varios los términos que pueden calificar ciertas actitudes de un sector de la sociedad española frente a la población extranjera. Sin embargo, lo importante es conocer por qué estas dosis de intolerancia se suceden más a menudo en una sociedad históricamente mestizada gracias a su posición estratégica, y que vivió en el siglo pasado una de las más recalcitrantes dictaduras que empujó a miles de españoles a buscarse la vida en países como Alemania, Francia o Suiza, incluidas las Américas.
Las respuestas las tenemos a la mano, y son bastante obvias. Desde los países desarrollados, donde la economía de mercado es el santo y seña a seguir para mantener el bienestar de sus ciudadanos, los modos de producción deben ser los más austeros y eficaces posibles, y una de las formas que permite obtener réditos económicos se consigue utilizando la mano de obra barata; si es posible, sumergida y en condiciones de semiesclavitud. Hace diez años, ese 3 ó 4 por ciento de extranjeros en toda España eran vistos como el maná que brotaba en el desierto, porque muchos españoles abandonaron el campo, tal es así que Totana (Murcia) se levantó en defensa de muchos trabajadores que estaban a punto de ser expulsados por carecer de documentos. Ahora, con un 10% de extranjeros en España (cuatro millones y medio), y cuando se ha exprimido a miles de personas en sectores como la construcción, que hoy en día vive una crisis anunciada, viene alguien y nos cuenta que los camareros no son como los de antes, porque tardan en servir las tostadas untadas con manteca colorá. Y lo que es peor, otro correligionario suyo nos recuerda textualmente que “(…) La inseguridad ciudadana crece de una manera alarmante e importamos delincuentes, organizados en bandas muy violentas (…)”. Una muestra de cómo sus discursos, políticamente correctos, intentan convertir la panacea en enfermedad: primero, los inmigrantes mejoran un sistema de pensiones que daba muestras serias de recesión, donde ahora es posible pagar a un millón de pensionistas gracias a los aportes de los extranjeros, y luego, los enviamos de regreso porque presuntamente ponen en peligro nuestras pautas culturales o son unos potenciales delincuentes.
Con esta andanada de tópicos que bombardean las cadenas de televisión, y ante una lamentable permisividad de algunas autoridades policiales y judiciales, según el preocupante informe de AI, no cabe duda de que la salvaje patada propinada por un racista en la cara de una compatriota, suceso acaecido el pasado mes de octubre en un tren de cercanías de Barcelona, haya terminado en el baúl de los recuerdos como uno de los más de 4.000 casos denunciados el año anterior; un hecho normal, anecdótico, que no pudo, incomprensiblemente, ser probado como un agravante de racismo.
Son incontables las agresiones policiales que recibimos; son numerosas las quejas de racismo institucional que nos llegan; son periódicas las denuncias de malos tratos en el servicio doméstico, y es lamentable la lentitud de los trámites en extranjería que se constatan, todo ello bajo la complicidad de los medios de comunicación, que sólo difunden las miserias humanas y no el aporte de la inmigración. La Iglesia debe convertirse en la catalizadora que permita sensibilizar a toda una sociedad, no sólo con un papel asistencialista, sino como un ente integrador, que promueva la solidaridad con todas las personas sin importar su origen. Seguramente, así logremos superar en algo ese miedo al otro que nunca existe, pero que muchos se encargan de crearlo.
Nuevo racismo y vida cotidiana
(Daniel Izuzquiza, SJ -Coordinador del Centro ‘Pueblos Unidos’, de la Fundación San Juan del Castillo. Servicio Jesuita a Migrantes-SJM) Racismo” se ha convertido en una palabra de mal gusto. Es tan malsonante, que casi nadie la emplea para referirse a sí mismo. Pero eso no significa que las actitudes y comportamientos de índole racista o xenófobo hayan desaparecido, ni siquiera indica que hayan disminuido. En nuestro país, concretamente, las encuestas muestran una y otra vez un doble dato: muy pocas personas se autoidentifican como racistas, pero la mayoría de esas mismas personas coincide en considerar que la sociedad española sí es racista. Parece que “los racistas son los otros”.
Hablamos, en realidad, de un racismo difuso y cambiante. Los discursos de supremacía racial, las organizaciones tipo Ku Klux Klan o los líderes como Hitler no forman parte de nuestra vida social cotidiana. El racismo, cual virus mutante, se hace persistente entre nosotros a base de cambiar y diluirse. Es preciso, pues, un ejercicio de clarificación para desenmascarar y combatir su realidad, que en estos momentos es más económica y cultural que física o biológica, más difusa y más cotidiana.
En primer lugar, conviene mencionar la discriminación racial o étnica, que castiga especialmente a la población gitana y a las personas de origen inmigrante (con diversos grados de intensidad según sean los grupos nacionales). En el ámbito laboral, diversos estudios constatan la existencia de una verdadera estratificación étnica que empuja a los inmigrantes a los llamados “trabajos 3P”: penosos, peligrosos, precarios. Si nos fijamos en la situación de la vivienda, los datos muestran no sólo una preocupante concentración espacial segregada, sino también prácticas de verdadera discriminación que a veces ni siquiera se camuflan: con frecuencia los inmigrantes no pueden acceder al alquiler de una vivienda simplemente por el hecho de ser inmigrantes; en numerosas ocasiones, sufren condiciones abusivas en el precio, en los avales o fianzas exigidas; también se han documentado prácticas discriminatorias en la gestión de hipotecas para la compra de vivienda.
En segundo lugar, es preciso aludir al racismo difuso que sobrevuela nuestra vida cotidiana y que en ocasiones cristaliza en expresiones del tipo “yo no soy racista pero…”. El peligro consiste en dejarse llevar por un mecanismo que convierte la diferencia en desigualdad y que suele ir de la mano de alguna variante de lo que Habermas llamó el “chauvinismo de la prosperidad”. En unos casos, se trata de un auténtico clasismo socio-económico, que acoge sin problema al jeque árabe pero discrimina sin concesiones al obrero marroquí. En otros casos, son las clases populares las que son empujadas a convertir en conflictos culturales lo que de fondo son conflictos socioeconómicos. Y es que la masificación de la sanidad pública o el deterioro de nuestro sistema educativo golpea especialmente a los sectores más vulnerables (españoles o inmigrantes), creando el caldo de cultivo para explosiones emotivas y espontáneas de carácter racista o xenófobo.
El tercer nivel se refiere al racismo y la discriminación de carácter estructural, institucional y jurídico, que es el que recoge en mayor medida el reciente informe de Amnistía Internacional. Se señalan en este aspecto graves carencias y serias limitaciones en el ámbito legislativo, ejecutivo y judicial que aquí simplemente podemos enumerar. Por un lado, hay diez convenios internacionales referidos al racismo, la discriminación y la xenofobia que España aún no ha firmado o ratificado; asimismo, se constata una tardía e inadecuada trasposición de las directivas europeas. En segundo término, seguimos sin contar entre nosotros con un Plan integral de lucha contra el racismo, ni tampoco se han creado los organismos adecuados y suficientes para combatir el racismo. En tercer lugar, se observa la falta de aplicación de la normativa contra la discriminación en la Administración de Justicia.
Quiero concluir sugiriendo un medio para reducir los estereotipos, prejuicios y generalizaciones que sustentan el racismo y la discriminación étnica. Pienso que es la interacción cotidiana la que permite, a través de contactos frecuentes y repetidos, desmontar los prejuicios discriminatorios. Por supuesto, no creo que haya soluciones mágicas y mucho menos si son unilaterales, pero es de vital importancia arbitrar modos de convivencia cotidiana que faciliten dichos encuentros, en un contexto plural y cambiante como el nuestro. Porque, en definitiva, el racismo difuso y las diversas prácticas discriminatorias coexisten con una bondad también generalizada que necesita ser potenciada y enriquecida precisamente en el ámbito de la vida cotidiana.