¿Obispos con denominación de origen?

Ilustración-obispos-tierra(Vida Nueva) Los últimos nombramientos episcopales que ha habido en España han reabierto un viejo debate que trasciende nombres y lugares concretos: ¿el obispo debe ser del lugar que pastorea? En los ‘Enfoques’, el gallego J. Mario Vázquez, profesor de Teología Sistemática, y el catalán Antoni Nello, profesor de Teología Moral, ofrecen su punto de vista sobre esta cuestión .

Escuchar, aprender, compartir, discernir… antes de decidir

J-Mario-Vázquez(J. Mario Vázquez Carballo– Profesor de Teología Sistemática y vicario episcopal de Enseñanza de Lugo) Los obispos no tienen por qué ser necesariamente originarios de las comunidades donde ejercen su pontificado. Digo necesariamente. Pueden ser de su tierra, pero ello puede no ser conveniente. Y no sólo por las referencias del conocido texto de Lc 4, 24: “Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra”, sino también por la sacramentalidad del ministerio ordenado. Lucas anuncia en este texto programático el camino futuro de la Iglesia y las condiciones de su fidelidad al resucitado. Desde los orígenes de la Iglesia, hay conciencia de que su misión evangelizadora se dirige preferentemente a los más alejados, como hicieron Elías y Eliseo en el AT, y a quienes Jesús cita. Ambos profetas de Israel se volvieron hacia los paganos porque su propio pueblo no estaba dispuesto a escuchar su palabra. Es lo que ocurrirá también en la Iglesia primitiva (Hch 13, 46). Y ocurrió en la historia de la Iglesia. De ahí el sentido de la misión ad gentes.

Por otra parte, la Iglesia es un misterio que no se encierra en un territorio. Si bien es cierto que se deben tener en cuenta los rasgos diferenciadores, como el bilingüismo, la liturgia en las lenguas vernáculas y otras peculiariedades, ello no impide que el obispo pueda ser de otras comunidades distintas a aquéllas para las que es destinado. Nunca deberemos olvidar la afirmación de la Lumen Gentium, 23, según la cual “en las Iglesias particulares y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única”. Siendo esto cierto, no debe confundirse la inculturación con los particularismos y exclusivimos. En el NT se expresa con claridad que la Iglesia es, al mismo tiempo, local y universal, y ésta no es una asociación de comunidades locales, sino que en cada Iglesia local existe la universal. Ambas magnitudes tienen el mismo rango teológico y la misma hondura pastoral. Por eso, hay que buscar un prudente equilibrio, y no tiene espacio una pregunta sobre la prioridad, sino sobre la communio, es decir, sobre una eclesiología de comunión al servicio de la cual está el ministerio ordenado. El ministerio episcopal es fundamentalmente ministerio de comunión,  servicio de caridad, relacional; es éste un planteamiento que refuerza la sacramentalidad del ministerio ordenado en relación con la Santísima Trinidad, con la comunidad eclesial de un lugar y con el segmento de humanidad radicado allí, donde inculturizar el Evangelio, testimoniarlo y celebrarlo. Además, el ministerio episcopal apunta como don de Dios al servicio de la edificación de su Iglesia y de la construcción de su Reino. Un don que no se puede vivir en solitario y que es estructura alrededor de los presbíteros y diáconos. Por eso, el obispo se va a encontrar con colaboradores que conocen bien la especificidad cultural y lingüística de ese pueblo, y es bueno que aprenda de sus hermanos. Ello le añade un plus de humildad al llegar a una tierra desconocida: tiene que preguntar, escuchar, aprender, compartir, discernir… antes de decidir arbitrariamente.

Las cuatro notas clásicas de la Iglesia, desde san Ignacio de Antioquía, sirven para distinguir la verdadera Iglesia de los grupos heréticos o cismáticos. Son dimensiones que muestran históricamente el ser más profundo de la Iglesia. La catolicidad es un principio de fe. Desde ella, el obispo recibe la tarea de representar a la Iglesia en su Iglesia, y a su Iglesia ante las demás Iglesias; ello le convierte en vínculo de la Iglesia y en testigo de la reciprocidad entre las Iglesias.

Es verdad que no se puede olvidar el valor de la tierra, ni de las culturas autóctonas, ni de los asentamientos tradicionales. Pero el espacio relacionado con la Iglesia local no es primordialmente el geográfico, sino el humano-cultural. Cuando se acentúa el territorio, se pierde de vista el espacio espiritual en el que vive el pueblo, y la Iglesia local se convierte en parte territorial de la Iglesia universal. En cambio, cuando se acentúa el espacio cultural-espiritual, se pone el énfais en el pueblo congregado.

Y ¡ojo!, esta advertencia muy real: si la eclesiología de la Iglesia local hace alianza con alguna forma de tribalismo ético, clanismo racista o nacionalismo autonomista, habría razones para rechazarla. Nunca debe olvidarse que la Iglesia es, según Henri de Lubac, “la Ciudad donde se concentra la unidad”, y según Carlos de Foucauld, “fraternidad universal”.

“Volem bons bisbes” (Queremos buenos obispos)

antoni-nello(Antoni Nello– Profesor de Teología Moral en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Barcelona y en la Facultad de Teología de Cataluña) El nombramiento del obispo es una cuestión crucial para cada Iglesia particular. No es de extrañar que genere frecuentemente debate y polémica. Porque en torno al obispo gravitará la vida de las distintas comunidades y movimientos que, aun teniendo su propia fisonomía, buscarán en él un apoyo y necesitarán de él la confirmación de sus líneas de trabajo. El obispo no hace a la Iglesia particular real, que le precede y le sucederá en el tiempo, pero es indiscutible que marcará con su sello un lapso de tiempo importante.

Una de las expectativas mayores frente al nombramiento de un obispo es la lícita pretensión de empatía entre él y su diócesis. De ahí el clásico reclamo en el que he crecido de “volem bisbes catalans” (queremos obispos catalanes), reclamo para nada descabellado, aunque hoy insuficiente. Me parece mucho mejor la formulación “volem bons bisbes” (queremos buenos obispos), porque el buen obispo se enraizará en su diócesis si es realmente un buen obispo, mucho más que un estricto gobernante eclesiástico, más que una loable autoridad teológica, más que un simple gestor institucional.

En realidad, un obispo debe llevar a cabo su triple tarea, santificadora, magisterial y de gobierno, con tino. Y eso conlleva aspectos y matices que deberían ser contemplados mucho más rigurosamente en la elección de los candidatos al episcopado. La función santificadora del obispo le exige algo tan elemental como ser un buen sacerdote, un hombre de Dios, impregnado del amor entrañable y misericordioso de Dios, del que se siente, se sabe y se vive como su sacramento. La función magisterial del obispo supone una capacidad pastoral que no se reduce a ser garante y portavoz doctrinal, sino que va mucho más allá, a imagen de una Iglesia Mater et Magistra, primero Madre y después Maestra, que escucha, entiende, promociona, acompaña y participa, en comunión con la Iglesia universal, en el discernimiento de las reflexiones de su rebaño. La función de gobierno impone al obispo la toma de decisiones, pero no de cualquier manera, como si el antiguo régimen estuviera todavía vigente, sino en una dinámica de búsqueda de consenso en la efectiva consulta y atención de las diversas instancias formales y reales de la Iglesia particular.

Un aspecto especialmente relevante, obvio y, sin embargo, no descontado, es la capacidad de un obispo de conectar con su presbiterio, de establecer con él una relación sana, respetuosa y confiada. Una capacidad que debe ser considerada mucho más seriamente en el momento de su nombramiento para una Iglesia particular. Algunos obispos se han tomado tan al pie de la letra la expresión neotestamentaria de “corderos en medio de lobos” que llegan a sus diócesis llenos de prejuicios y recelos. Prejuicios y recelos que no hacen más que aumentar frente a cada comprensible tensión o dificultad de gestión, hasta marcar un enorme abismo entre el obispo y “su” clero, en una absurda situación insostenible, que ha sido para muchos, obispos incluidos, fuente de dolor, causa de fractura, bloqueo pastoral. La predisposición de un obispo para ser efectivo fermento de cohesión sacerdotal y su aptitud real para ello son especialmente relevantes. No siempre se han tenido en cuenta.

Cabe añadir, aún, la capacidad del obispo de enraizarse en su diócesis, de inculturarse. Al obispo deberíamos poder aplicarle, parafraseándolo, el hermoso inicio de la Gaudium et Spes: los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de una tierra, de una diócesis, especialmente de los creyentes, y, por encima de todo, de los pobres y cuantos sufren, son, a la vez, gozos y esperanzas, tristezas y angustias del obispo. Y es en esa capacidad donde el perfil de los candidatos al episcopado se delimita, porque hay saltos mortales que se saben casi imposibles: a nadie se le ocurre nombrar a un obispo sueco para una diócesis portuguesa, ni a un senegalés para una polaca. La pretensión de la universalidad eclesial que a todos nos iguala es, en este punto, una falacia, porque exige lo humanamente imposible. La cercanía cultural es indispensable para que la conexión obispo-diócesis, obispo-presbiterio, pueda darse del mejor modo posible. De ahí la traslación del “volem bisbes catalans” (queremos obispos catalanes) al “volem bons bisbes” (queremos buenos obispos). Conscientes, eso sí, de que no existen obispos perfectos.

En el nº 2.686 de Vida Nueva.

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