(Vida Nueva) ¿Es posible vivir actualmente la homosexualidad con total normalidad en el seno de la Iglesia católica? En los Enfoques, dos nuevas firmas, la de Josep Miró y la de Juan José Broch, tratan de responder a una cuestión cuyo debate se reabre con cada nuevo pronunciamiento oficial sobre este polémico tema.
Vivir la fe desde la homosexualidad
(Josep Miró i Ardèvol– Miembro del Pontificio Consejo para los Laicos) Es posible vivir la fe desde la condición de homosexual? La pregunta fluye fácilmente en una sociedad donde la satisfacción del deseo como única forma de realización personal forma parte del paradigma cultural, y en buena medida político, sobre todo en España. Hoy, la realización personal no consiste en conocer y esforzarse en vivir una vida buena, sino en la autosatisfacción. Charles Taylor, en su monumental Fuentes del Yo, nos recuerda cómo en la época de la gran ruptura luterana la pregunta sobre el sentido de la vida era implanteable, porque en el marco referencial en el que todos vivían, el único sentido posible era servir a Dios, y las grandes controversias -trágicas incluso- se producían sobre la mejor manera de hacerlo.
Pero en nuestra época de hedonismo al servicio del Yo desvinculado, la pregunta toma toda su pertinencia. Se trata, por consiguiente, de una interrogación temporal, fruto de nuestro período histórico, planteada a la Iglesia, que se pretende instituida por Jesucristo y que acompaña a la humanidad hasta el fin de la historia, es decir, a través de muchas civilizaciones. Quien suscite la pregunta dentro del ámbito cristiano no puede marginar este hecho. Ello no quita hierro a la cuestión, porque los hombres y mujeres vivimos el aquí y el ahora, y no la Historia con mayúsculas, pero sí la circunscribe en el marco que le corresponde.
La pregunta surge del Magisterio de la Iglesia Católica sobre el acto homosexual, que considera que “no pueden recibir aprobación en ningún caso… apoyándose en la Sagrada Escritura que lo presenta como una depravación grave (cf. Gn 19,1-29; Rm 1,24-27; 1Co 6,10; 1Tm 1,10)” (CIC 2357).
La Iglesia llama a estas personas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana” (CIC 2359). El homosexual que vive la fe tiene este reto, difícil pero ni mucho menos único. No son sólo ellos los llamados a controlar pasiones, deseos, instintos muy fuertes. Deseos de poder, de riqueza, de sexo, de comida, de tantas pasiones. El ejercicio de la virtud radica precisamente en eso. Hay poco de virtuoso en dominar el orgullo quien no lo siente, o la pasión para con las mujeres a quien le resultan indiferentes. El soltero, poco agraciado y sin ninguna esperanza de matrimonio, ¿cómo puede consolar su legítimo deseo humano? ¿Acudiendo sistemáticamente a la prostitución, o intentando la virtud del celibato? Esos seres humanos, muchos, también viven una dificultad grave, pero no están en la agenda mediática ni política, por consiguiente, no existen.
Hay muchas formas de vivir la homosexualidad, la discreta, la que se conlleva, la negación, la loca, y la políticamente hegemónica: aquélla que ha hecho de su pulsión sexual una categoría política, la consecuencia lógica de la ideología de género, que encuentra en la homosexualidad la mejor expresión de que el comportamiento sexual es algo culturalmente impuesto porque, en realidad, el sexo humano es polimorfo. Leyendo sus textos, se constata cómo todo gira en torno al sexo. De él emana la concepción de cómo debe ser la sociedad. En un heterosexual, esta obsesión es objeto de atención y cuidado médico, pero no por ser heterosexual, sino por excesiva.
Un homosexual católico, cristiano, no puede adscribirse a esta concepción. Si considera que la pregunta no es la de cómo me gustaría a mí que fuera la Iglesia, sino cómo quiere Dios que sea, porque es de Él, entonces tendrá dificultades para vivir su fe, claro está, pero serán semejantes a las de quien debe vivir un celibato involuntario, o una fidelidad continuamente tentada. Lo puede hacer confiando en la Iglesia, lugar y tiempo privilegiado para vivir en el amor de Dios, sabiendo que en ella el listón para la prueba puede ser alto y no debe trampearse, pero sabiendo también que es acogedora con quien honestamente lo intenta pasar una y otra vez. En catalán hay una expresión precisa: aquí caic i allí m’aixeco, aquí caigo para levantarme. Ésta es la forma humana en que vivimos la fe. También los homosexuales.
Cristiano y homosexual gracias a Dios
(Juan José Broch– Coordinador del Área de Asuntos Religiosos de la FELGTB, Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales) Desde pequeño fui educado en una fe del deber hacer, del voluntarismo ante un Dios todopoderoso y exigente. En ese entorno eclesial y social, la sexualidad era un tema tabú y la homosexualidad motivo de burla y rechazo.
Cuando en la adolescencia descubro que no vivo la afectividad como mis amigos, intento ocultarlo (también a ese Dios de las alturas). Tras un período de búsqueda, incluso en la vida religiosa, vuelvo a mi ciudad y me integro en la parroquia de mi barrio. Allí me encuentro con unas religiosas de trato cercano y con una opción preferencial por los últimos. A través de ellas descubro un nuevo rostro de Dios, pegado a la realidad de sus criaturas y apasionado por darles vida, y una vida en abundancia.
Mis afectos, todavía escondidos, se resitúan tras una sana crisis personal; con 28 años asumo que soy homosexual y opto por vivir como lo que soy. A ello me ayuda el buen Dios que me quiere tal como soy y desea mi felicidad. Mi vida, mi fe se abren a una paz y un gozo desconocidos hasta ese momento.
En este nuevo camino, sostenido por Dios y acompañado por familia y amigos, me encuentro con un grupo católico homosexual. ¡Un espacio donde poder vivir mi fe y mi orientación sexual!
A partir de ahí se me abre un mundo nuevo de mujeres y hombres lgtb (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales) creyentes que viven su fe en la Iglesia Católica, y lo hacen en grupos cristianos homosexuales (que los hay en España y en el mundo entero) o en comunidades cristianas que integran esta realidad en su seno. Son espacios de acogida y encuentro, de oración, de formación y reflexión, de compromiso…
En el grupo en el que me incorporo descubro que Jesús nunca condenó la homosexualidad y que alabó la fe del centurión enamorado de su criado; que la Iglesia celebró uniones entre parejas del mismo sexo hasta el siglo XIII; que la Organización Mundial de la Salud reconoce que la homosexualidad no es un trastorno ni una enfermedad (y, por tanto, no tiene curación, como tampoco la heterosexualidad)… Todo esto me habla de un Dios bueno al que servir y mostrar a tantas lesbianas y gays que viven de espaldas a una Iglesia que no les reconoce su dignidad, me habla de un Dios bueno que quiere una Iglesia acogedora de toda la diversidad creada por Él.
Tras un período de discernimiento, ejercicios espirituales incluidos, respondo a esa llamada de Dios, comprometiéndome en el grupo cristiano homosexual de Valencia y, después, en la organización estatal, que engloba un total de 16 grupos locales o autonómicos. Fundamentales en todo este devenir son la eucaristía dominical en mi parroquia, la oración personal, el examen espiritual de conciencia, el acompañamiento espiritual, los ejercicios espirituales y mi comunidad cristiana de referencia. Doy gracias a la Iglesia porque de ella he recibido todo esto.
Ahora que estoy a pocos meses de finalizar una etapa de más de 15 años con diferentes responsabilidades en este ámbito eclesial, miro atrás y contemplo, gracias a la existencia de estos grupos, los caminos de vida que se han abierto y de los que yo he sido instrumento o destinatario. Son muchas las personas homosexuales que han descubierto que no han de renunciar a su afectividad para seguir siendo cristianas, ni a su fe para vivir con plenitud su orientación sexual. Con gozo han vuelto a esa Iglesia que les acoge tal como son. Son muchas las personas homosexuales agnósticas o ateas, y las organizaciones de las que forman parte, que reconocen y agradecen esa Iglesia abierta a su realidad. Son muchos los católicos y católicas, y sus grupos, que asumen como propia la lucha del colectivo homosexual. Y cada vez son más las organizaciones católicas que muestran una actitud dialogante hacia la realidad homosexual cristiana.
Por otro lado, ha habido ataques hacia nuestro colectivo y una lucha activa en contra de nuestros derechos por parte de grupos y dirigentes de la Iglesia. Sin embargo, sólo un acontecimiento me ha hecho cuestionarme la pertenencia a la misma: la reciente negativa del Vaticano a apoyar una iniciativa presentada ante la ONU para acabar con las aberrantes leyes de algunos países que permiten encarcelar o condenar a muerte (como Irán o Arabia Saudita) a las personas por el hecho de ser homosexuales.
Para aquellos sectores de la Iglesia que no entienden nuestra realidad, les invito a que se pregunten dónde creen que está Dios, si en la amargura, resentimiento, sufrimiento… de tantas lesbianas, gays… que se han visto obligados a renunciar a una vida afectiva plena para poder seguir siendo cristianos, o bien en el gozo, la paz, la alegría de quienes vivimos con normalidad la homosexualidad en el seno de nuestras comunidades de fe.
En el nº 2.640 de Vida Nueva.