¿Son posibles hoy en la Iglesia espacios de pluralismo?

(Asociación Cultural Karl Rahner) ¿Cuál es el modelo de relación de la Iglesia con su entorno? ¿Qué disposición tiene frente a lo que no es ella misma, pero está cerca? Ésta es una pregunta apropiada para una revista como Vida Nueva. Y es una pregunta oportuna porque hay indicios de que el modelo ha cambiado sin que nos hayamos dado cuenta.

¿Sigue vigente el impulso de ventanas abiertas de la Gaudium et Spes? ¿O son tiempos de cerrar filas para que la grey no se disperse? ¿Creemos todavía en la autoridad moral del Evangelio, y en su capacidad para medirse con las culturas contemporáneas, o damos por perdida la batalla del diálogo con la ciencia y el pensamiento modernos? ¿Pensamos que merece la pena ‘exponer’ la tradición cristiana al contraste de los signos de los tiempos, o que éstos son demasiado hostiles como para que pueda esperarse algún resultado de tal esfuerzo? ¿Está la Iglesia decidida a volcarse católicamente sobre todas las realidades humanas, o más bien urge hacer recuento de las propias fuerzas, esperar tiempos mejores, y dedicarse mientras tanto a preservar el tesoro recibido de la tradición con liturgias, doctrinas y alianzas defensivas?

Hay una Iglesia enclavada en sus propios espacios, centrípeta y monárquica, que hace de la unidad la garantía de su subsistencia en un mundo demasiado fútil y complejo; hay otra Iglesia misionera y conquistadora de nuevos ámbitos en los que apenas se ha tenido noticia de Jesucristo; pero hay también una Iglesia dispersa, en relación con la desafección y la increencia de una sociedad postcristiana, que ve en el pluralismo la última esperanza de pertenencia a una institución que debería ser universal en lo geográfico, en lo humano y en lo cultural. No es una distinción entre malos y buenos, anquilosados y dinámicos, muertos y vivos; claro que no. Es, más bien, o ha sido siempre, una distribución de funciones y de talentos. Siempre hubo monasterios de oración y contemplación y misioneros de frontera; hubo elaboradores de ortodoxia y campos de experimentación; hubo siempre dinámicas de reproducción y dinámicas de transformación. Nos enseñaron, en las décadas que siguieron al Concilio, que el Espíritu estaba presente en las diversas formas de vivir y transmitir la fe: las del centro y la periferia, la del Altar y la de los alrededores. Nos enseñaron que la Iglesia precisa de un esqueleto y de una musculatura, y que cada cual debía encontrar su función en ese Cuerpo Místico.

Dar razón de la fe

No por decisión, sino por vocación, existen movimientos, carismas e iniciativas que necesitan dar razón de su fe en ambientes hostiles, donde no valen los argumentos de autoridad ni puede darse por descontada la premisa de la fe. El problema surge cuando de ese roce surge un discurso crítico que es contemplado por la propia Iglesia como un peligro de confusión, una fuerza centrífuga quintacolumnista o una expresión más del pernicioso relativismo moral: entonces es preciso mucho voluntarismo para no sentirse víctimas, sino compañeros de camino. Por la misma razón, aunque sea inversa, demasiados “golpes de doctrina” de la jerarquía (la jerarquía española), demasiados comunicados de su portavoz, ponen en aprietos a quienes se empeñan en traducir a lenguajes alejados lo nuclear del Evangelio y de la Iglesia, porque una y otra vez, demasiadas veces, los comunicados y documentos de la Conferencia Episcopal Española, lejos de provocar ondas expansivas capaces de llegar a destinos tan distantes como distintos, más bien usan un lenguaje apretado, comprensible para iniciados y hostil o esotérico para quien no ha dado de antemano su asentimiento.

En la Asociación Cultural Karl Rahner sabemos bien cuánta desazón produce la línea reiterativa de la política de comunicación de la Iglesia española, empeñada en batallas a menudo más terrenales y legales que misioneras o evangelizadoras; rápida en la condena y lenta en la acogida; más atenta a ciertas disquisiciones legales o morales que a urgentes problemas humanos y sociales (donde tantas personas de Iglesia están volcadas cotidianamente);  celosa de sus privilegios, de sus símbolos, de sus espacios conquistados de presencia, pero reacia a derramarse donde es necesaria, si no hay un púlpito de por medio. Sabemos bien la desafección que se está produciendo por esta actitud en sectores de la población que conservan rasgos de fe en Jesucristo y en la misma Iglesia, aunque tengan dudas, indisciplinas, tibiezas, desconfianzas o experiencias negativas: si hace décadas la deriva de un postcristiano o de un “cristiano intermitente” era un continuo ir y venir en espera de experiencias de crecimiento en la fe o redescubrimiento del misterio, ahora la deriva se parece más a la del desterrado de un lugar cada vez más perfectamente vallado y cercado, sin descuidos o agujeros por los que de vez en cuando volver a colarse; un lugar que reclama como condición de acceso o de permanencia una adhesión total, sin que le baste una curiosidad, una buena disposición, o el azar de un encuentro y la sospecha de un camino por recorrer.

Admitir la diversidad

No es un “cambio de rumbo” acorde con tal o cual manera de pensar lo que pedimos a la Iglesia: lo que reclamamos es mayor capacidad para admitir la diversidad, la crítica interna a sus políticas terrenales y, en suma, un verdadero reconocimiento de la riqueza del pluralismo, concebido no como la aceptación de singularidades anecdóticas, sino como la convicción de que la diversidad de estilos, talentos y maneras de concebir lo cristiano es un bien moral en sí mismo, igual que la diversidad de especies es un bien biológico con independencia de la belleza de cada criatura.

Siempre hemos visto en Vida Nueva una ventana abierta. Una ventana que permite hacer visible a la Iglesia desde fuera, y que permite a la Iglesia tener conciencia de lo que vive en sus alrededores. Más allá de algún injusto incidente por la respuesta que dimos a la invitación a reflexionar sobre la manifestación contra la reforma de la ley del aborto, lo cierto es que apreciamos el esfuerzo integrador que caracteriza a VN: cierto y firme en lo último, pero abierto al pluralismo en lo demás, que es casi todo.

Desde la Asociación Karl Rahner –y creemos que con esto recogemos la aspiración de muchas personas y entidades de Iglesia– animamos a VN para que no retroceda, sino que avance decididamente en una línea de apertura y favorecimiento del pluralismo en la Iglesia, haciendo posible que dentro de ella se oigan voces críticas, e incluso molestas para el poder eclesiástico. No pedimos que nadie nos dé la razón ni que nos aplauda; tan sólo necesitamos espacios dentro de la Iglesia en los que sentirnos Iglesia, y creemos que ése es uno de los servicios que puede rendir VN: un lugar inequívocamente eclesial donde diferentes voces cristianas verdaderamente plurales puedan mirarse, mezclarse, debatir, competir argumentativamente y encontrarse.

En el nº 2.704 de Vida Nueva.

Compartir