(Dolores Aleixandre, RSCJ) Me da alegría cuando un año es bisiesto fundamentalmente por tres cosas: porque ese día de propina es una especie de recordatorio de que el tiempo es un regalo que recibimos de manera totalmente inmerecida y gratuita; porque se le añade precisamente a febrero, el mes más flaco y pobretón, y porque pone en evidencia que nuestros sesudos cálculos están siempre sujetos a desfases e inexactitudes (parece ser que está pendiente otro error de 0,0003 días por año que se va acumulando y habrá que remediarlo cada tres mil años, pero sin saber exactamente cuándo llegará el error a un día por culpa de la rotación de la tierra…).
Renuncio a explicárselo más claramente, pero me da el pálpito de que los bisiestos nos cuentan, cada cuatro años, algo sobre Dios: así de gratuito y de inmerecido es Él; así de irremediablemente se le inclina el corazón hacia lo más corto y desvalido; así de imposible resulta querer meterle en nuestras medidas estrechas y en nuestras rancias previsiones. Así de excesivo, de desbordado y de “bisiesto” es siempre Él, parece querer decirnos Jesús, agarrando palangana y toalla para lavar los pies de los suyos.