(Juan Rubio– Director de Vida Nueva)
Llegan nuevas declaraciones del cardenal Martini. Desde la atalaya de su senectud, y en un retiro a sacerdotes, ha dicho que la envidia es el “vicio clerical por excelencia” y que es la raíz de la calumnia, otro vicio muy levítico. Envidia y calumnia se dan la mano en el carrerismo descrito por el outsider de la literatura francesa, Maurice Joly en El arte de medrar. Manual del trepador. El cardenal octogenario volverá pronto con la publicación en español de su obra Coloquios nocturnos en Jerusalén. Y lo hará de la mano de una destacada editorial. Hablar de la envidia es descarnado porque es el ego el que anda disfrazado y cuando el olor sube desde sus rincones, es demasiado fétido como para respirarlo. Quevedo decía que “es falsa y amarilla, muerde pero no come”. Steiner cuenta en su reciente obra Los libros que nunca he escrito, que uno de ellos trataría sobre la invidia que Cecco D´Áscoli profesaba a Dante. No llegó a escribirlo porque era demasiado descarnado (acción de quitar al hueso la carne que lo recubre, dejando ver las cosas en su crudeza) ¡Descarnadas palabras de Martini! Las envidias son tan viejas como la de Caín contra Abel; o la furia de Saúl contra David. La ciudad de Roma se construyó sobre una envidia y aún resuenan las burlas vertidas por el Tersites de Homero o la envidia de Salieri a Mozart. Historias que se repiten en la convivencia diaria porque la intimidad y la proximidad alimentan la envidia, “mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”, decía Unamuno. Es bueno vacunarse contra ella. No es sólo defecto de clérigos, pero es que, nosotros, ahora, como Martini, estamos hablando de los clérigos.
Publicado en el nº 2.619 de Vida Nueva (del 28 de junio al 4 de julio de 2008).