(Juan Rubio– Director de Vida Nueva)
El cristiano no puede perder la mirada limpia y abierta al mañana porque la fe es una apuesta clara por el futuro. Somos herederos de la Promesa. Es la Esperanza la que nos salva. Lo ha dicho Benedicto XVI de forma bella y profunda en la Spe Salvi. Esperanza, florilegio evangélico asomando como brizna verdecina por entre las ruinas de la historia, fuente inagotable de meditación. Cavilaba yo sobre éste y otros asuntos, mientras paseaba en Roma por las calles que rodean Trinitá dei Monti. En la vía San Sebastianello, muy cerca de la iglesia polaca de la Resurrección, junto a la estatua de Nicolás Copérnico, me doy de bruces con la frase: “Sol stat, terra autem movetur”. El sol permanece; es la tierra la que se mueve. Sentí en el rostro el viento suave de la primavera romana y el ánimo se me volvió esperanza. Resonaron en mí los ecos de la cercana prisión en donde Galileo pronunciara su Epur movetur. Sin embargo… se mueve. Se mueve la vida de la Iglesia en toda su riqueza: laicos afianzados en el Evangelio; sacerdotes refrescando el don recibido con la imposición de las manos; consagrados entregados a la tarea de la evangelización fronteriza. El Sol, que es Jesucristo, permanece quemando, iluminando, caldeando. La tierra que se adhiere a la Iglesia en su recorrido, se mueve con sus estrategias y boatos; con sus voces y silencios; con sus poncios y sus pilatos. Aquella tarde romana repasé una vieja lección: ese Sol que permanece es el que confirma en mí la Esperanza. El polvo que se adhiere al pisar la tierra, es algo tan pasajero, tan superfluo, que sólo hay que esperar a llegar a casa para limpiarlo con una leve sonrisa. Lo importante es que el “Sol stat”.
Publicado en el nº 2.616 de Vida Nueva (del 7 al 13 de junio de 2008).