(Juan María Laboa-Profesor emérito de la Universidad Pontificia Comillas) El clima social nacional es áspero y de tugurio. No se busca tanto el bien común cuanto la aniquilación del adversario, utilizando todos los medios posibles, descalificando y acusando a cuantos no sean del mismo redil. No se trata tanto de clima electoral cuanto de talante dominante en las relaciones políticas y en los medios de comunicación.
En algunos ambientes eclesiales se está imponiendo un talante semejante. Contemplamos con estupefacción cómo algún clérigo utiliza su boletín vapuleando con suficiencia, en adecuación perfecta entre ignorancia y arrogancia, con la ayuda de monaguillos que malutilizan los puestos que ocupan o de iletrados conocidos por su intemperancia. Otros van dándose a conocer por su capacidad de dividir a los religiosos o de desconcertar al rebaño. Llegamos a la terrible duda de si no será mejor un alejado que busca con humildad que un cristiano que excomulga con tanta desenvoltura, cual si fuera el dueño de las llaves del reino.
Da la impresión en estas repetidas ocasiones que la Iglesia cuenta con muchas cabezas y pocos corazones, situación que se convierte en suicida cuando las cabezas están mal amuebladas o destilan mediocridad.
Es contradictorio faltar a la caridad, al amor, cuando se pretende definir campanudamente el amor por excelencia. Sin duda es más fácil hablar de la importancia de la unión familiar que propiciar una comunidad en comunión. En realidad, una vez más, nos enfrentamos con la responsabilidad de quiénes son los comisionados para la elección de quienes detectan cargos comunitarios. Si no se tiene en cuenta la comunión eclesial al elegir, no pueden lamentarse de las consecuencias. Por nuestra parte, creemos que hay un Dios en el cielo y que un día tendrán que rendir cuenta.
Publicado en el nº 2.599 de Vida Nueva (Iglesia en España, página 13).