A su esquina

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de Sevilla CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

¡Cada uno que barra su esquina! Es un dicho popular contagiado de un tufillo de indiferencia ante los asuntos que afectan a los demás. Sin excluir el escaqueo y el que cada cual aguante su vela. En fin, escurrir el bulto y olvidar cualquier responsabilidad, compromiso y deber en lo que afecta a la vida de la comunidad. El prototipo es el del rácano social, experto en sortear entuertos y eludir tareas de obligado cumplimiento.

Cada uno que cuide su esquina y la de los demás, que en la vida pública no hay rincones privados, sino que que es de todos, a todos debe interesar y cada cual asumir responsablemente sus obligaciones. Y aquí aparecen unas palabras llenas de sabiduría para el buen gobierno de la casa común: corresponsabilidad, subsidiariedad y solidaridad.

A los mentores del famoso Mayo francés (¡qué lejos queda!) se les ocurrió lo de la irresponsabilidad intemporal: ni deuda con el pasado ni responsabilidades con el futuro. Teoría ácrata y demoledora. Pues el pueblo que no tiene raíces, nada pretenda esperar del futuro. Mirar el pasado con responsabilidad supone recoger las mejores lecciones que se hayan podido recibir y corregir los yerros pasados para no caer de nuevo en ellos. Lo bueno y justo no prescribe.

Lo de la subsidiariedad se inscribe dentro del cuadro de la jerarquía y el gobierno de la casa común. Que a cada uno se le dé su sitio y se le exija el cumplimiento del propio deber, pues el acaparamiento del poder anula la participación democrática. Uno es el que disuelve el Parlamento y convoca elecciones generales y otro el responsable de la colocación de las urnas. Los dos son necesarios, pero cada uno en su puesto.

Como una piña es la solidaridad. Ejercicio de mosqueteros, todos para uno y uno para todos, pero con derechos y justicia por delante, pues el altruismo, el mero sentimiento y la simple filantropía no suelen llegar muy lejos.

Volvamos a la esquina, a la vuelta de la esquina, y encontramos allí a una persona tendida, llena de heridas y casi muerta. Ni pasar de largo, ni echar la culpa a quien sea el posible delincuente, sino recoger al lacerado, curar las heridas, poner en ellas ungüentos y pomadas de misericordia, porque lo peor de las heridas no es que sangren, sino que se infecten con el deseo de venganza. Después, ir a buscar a quien causara el mal y hablarle de Dios y de lo que Dios quiere para cada uno de sus hijos: respeto y bondad. Este es buen oficio de misericordia, que en manera alguna exime el del derecho y el de la justicia.

En el nº 2.965 de Vida Nueva.

Compartir