(Alberto Iniesta-Obispo Auxiliar emérito de Madrid) Un niño pequeño bien podría creer que el agua viene de los grifos, pero si es mayor y está más informado acaso pensaría que viene de un depósito, de un río, de un pantano y, en todo caso, de un manantial. Pero tampoco. El agua, toda el agua del mundo, sólo viene del cielo; en principio, del cielo atmosférico, y en último término del cielo de Dios. Mientras que todo lo que comemos y bebemos está elaborado por la mano del hombre, con la ayuda divina, el agua, junto con el aire, viene directamente de las manos de Dios.
El agua es uno de los símbolos del Espíritu Santo. Así se nos indica que lo que el agua es para el hombre es el Espíritu para el cristiano: alimento substancial, sin el que no se puede vivir. Se puede estar sin comer cierto tiempo: en Carabanchel, un preso en huelga de hambre llegó a sobrevivir después de 70 días. Pero sin beber no se puede estar ni una semana. El agua es también higiene, limpieza, salud, recreo, deporte, etc.
El agua del Espíritu es, sobre todo, intuición y sabiduría; dulzura y fortaleza, paz y perdón; amor y caridad, salud y santidad, comunicación y comunión, etc.
Jesús dice a la Samaritana: el que beba del agua que yo le daré… se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna. Esto se cumple en cada cristiano el día del Bautismo, y la Vigilia Pascual nos llama y nos reúne a los catecúmenos y a los bautizados a celebrar la Resurrección del Señor, renovando o prometiendo nuestros compromisos de vida cristiana. Santa Teresa de Jesús solía repetir como jaculatoria la expresión de la Samaritana: Señor, dame de esa agua. Toda la Biblia está llena de este simbolismo del agua como presencia de salvación. San Juan descubre su origen, que es el corazón traspasado de Cristo en la Cruz, y luego, en el Apocalipsis, nos lo presenta en el Reino de Dios con ese riachuelo que mana del trono de Dios y del Cordero como símbolo del Espíritu Santo, que corre vivificando y santificando el mundo.