BLAS SIERRA DE LA CALLE, O.S.A. | El miércoles 17 de octubre de 2012 se cumplen cien años del nacimiento de Albino Luciani (1912-1978), quien sería, con el tiempo, Juan Pablo I, ‘el Papa de la sonrisa’. [Albino Luciani, el Papa de la sonrisa y la humildad – Extracto]
Su pontificado meteórico y su muerte prematura el 28 de septiembre de 1978 han hecho que la atención se haya desviado hacia estos últimos acontecimientos, para intentar encontrar una explicación a un final tan inesperado.
Como consecuencia, su personalidad y sus enseñanzas han sido eclipsadas y poco conocidas. Personalmente, creo que es una figura que merece la pena poner de relieve y dar a conocer, pues de su vida y sus enseñanzas podemos aprender mucho.
Tuve la suerte –o, mejor, la gracia, pues considero que fue un don de Dios– de vivir codo a codo con él, primero un mes, durante el Sínodo de los Obispos de 1977, y, posteriormente, otros veinte días antes del cónclave en el que saldría elegido como sucesor de Pablo VI, tomando el nombre novedoso de Juan Pablo I. Durante todo ese tiempo, él vivía con nosotros, en la comunidad de agustinos del Colegio Internacional de Santa Mónica de Roma, como un miembro más. Desde entonces han pasado ya muchos años, pero ciertos recuerdos continúan todavía muy vivos en mi mente. Estos son algunos de ellos.
La humildad como base de la santidad
Connatural a su persona era la humildad, y de ella nos habló a los teólogos en una charla que tuvo lugar en octubre de 1977. Nos habló de la vigilia de su consagración episcopal y de un encuentro que tuvo con Juan XXIII. El entonces papa se sentó a su lado y le dijo: “Sé que tú eres profesor y, a veces, los profesores tienden a enorgullecerse”. Y golpeando la mano sobre la pierna –precisamente, también con ese gesto subrayaba sus palabras el cardenal Luciani–, añadió: “Humildad, humildad”.
Con la simplicidad que caracterizaba al papa Juan XXIII –continuó narrando el patriarca de Venecia–, sacó del bolsillo el libro La Imitación de Cristo y le leyó las cuatro reglas para adquirir la paz: “Obra con el fin de que Su voluntad se cumpla en ti como tuya; escoge tener menos que más; busca siempre los lugares inferiores y las cosas pequeñas; escoge para que ahora y siempre la voluntad de Dios se cumpla en ti totalmente” (IV, 23).
Estas palabras, según nosotros mismos veíamos, él las hacía realidad en la vida diaria, como puede constatarse con algunas anécdotas. Por ejemplo, estas.
En la comunidad de Santa Mónica, para desayunar se usa el método del self service. Cada uno toma su plato, la taza, la leche, el café, la mermelada, la fruta… en fin, aquello que quiere comer, y después se sienta. Recuerdo que intenté convencer al cardenal Luciani para que se sentase a la mesa y se dejase servir, pero él no lo consintió. En su humildad, no quería absolutamente ningún trato especial hacia su persona; prefería sentirse en casa, como “uno más de la familia”.
En la comida de mediodía ocupábamos una única mesa de diez puestos que estaba colocada en el centro del refectorio. Yo era el más joven y quien servía a la mesa. “Eminencia, ¿qué desea: sopa o espaguetis?”, le preguntaba, y él escogía. Alguna vez resultaba que, por descuido, la sopa se había quedado en la cocina, y cuando él veía que yo me marchaba deprisa, me decía: “¡No, no! Por favor, no se moleste, ¡que como esto!”.
Él no quería molestar a nadie. Comía a la mesa con nosotros, como un hermano más, sin pretender ningún tratamiento distintivo. En otra ocasión, recuerdo que –después de haber servido ya el primer plato–, me senté a la mesa a su lado; al poco noté que él se levantaba. Yo no sabía el motivo. Resultó que le faltaba la cuchara y había ido a buscarla él mismo. Cuando regresó, le sugerí: –Eminencia, perdone, pero ¿por qué no me lo ha pedido a mí? –No se preocupe –me respondió–, no quiero molestar.
No fue nada extraño que, al ser elegido Papa el 26 de agosto de 1978, escogiera como lema: Humilitas.
Un hombre de oración
Desde que conocí al cardenal Luciani, en octubre de 1977, me pareció siempre “un hombre de Dios”. Y a medida que fui conviviendo más tiempo con él, esta convicción se fue afianzando cada vez más en mí. Este “transparentar a Dios” tenía su raíz en que él era un hombre que vivía en profunda comunión con Dios por medio de la oración.
En la charla que dio a los estudiantes en 1977, insistió mucho en la importancia de la oración. Tomando como pie el pensamiento de san Agustín, “para ser oradores es necesario ser antes orantes”, el patriarca Luciani nos decía que “para hablar de Dios era necesario antes hablar con Dios”.
A la oración él le dedicaba buena parte de su tiempo. Comenzaba sus jornadas romanas previas al cónclave concelebrando la eucaristía con su secretario, D. Diego Lorenzi, o con los agustinos de la comunidad de Santa Mónica. Por las tardes, una vez que regresaba de la congregación general, normalmente se quedaba en el Colegio Santa Mónica, bien en su habitación, estudiando o escribiendo, o en la capilla, rezando. Le gustaba también dar algunos paseos por el jardín de los agustinos. Mientras paseaba por allí, el patriarca Luciani normalmente rezaba el breviario o leía algún otro libro. Allí se encontraba con otros agustinos, como los hermanos Francesquino y Clemente.
En su humildad, el cardenal Luciani
no quería absolutamente ningún
trato especial hacia su persona;
prefería sentirse como uno más.
Con mucha frecuencia yo me encontraba con él en el pasillo de Santa Mónica, y lo veía recitando el breviario o rezando el rosario.
Rezaba incluso cuando no estaba nada bien. Como en una ocasión en que le sacaron una muela en el Hospital Fatebenefratelli y estuvo unos días con dolores. Apenas al día siguiente de la intervención, y a pesar del dolor, se fue al Vaticano a la reunión de la congregación general de los cardenales; luego regresó para la comida y pasó el resto de la tarde en casa.
Cuando terminé mi servicio en la portería y subí a mi habitación, él paseaba por el pasillo del segundo piso, donde ambos vivíamos. Es una imagen que nunca olvidaré: llevaba en una mano un pañuelo que se había puesto sobre el carrillo, y en la otra sostenía el rosario y estaba rezando.
La cruz del pontificado
El cardenal Luciani nunca ambicionó el puesto de papa. Es más, rechazaba esa idea cuando alguien se la proponía. Yo mismo se lo sugerí en dos ocasiones.
El día 21 de agosto es la fiesta de San Pío X, quien, antes de ser nombrado papa, fue cardenal patriarca de Venecia. El día anterior, yo estaba haciendo mi turno de portería en el Colegio. Hacia las cinco de la tarde, vi regresar a casa al cardenal Luciani, que volvía caminando. Después de saludarle, le pregunté: –¿Ha ido a dar un paseo, Eminencia?
–No, no –me respondió–. He ido a rezar a San Pedro delante de la tumba de mi predecesor, san Pío X, pues mañana es su fiesta. –Ha sido su predecesor como patriarca de Venecia, pero yo pienso que es también su predecesor en la Cátedra de San Pedro –le dije yo. –Oh, no. ¡Por caridad! Esa es una cruz demasiado pesada para mí.
No ambicionaba el cargo de Papa,
pero lo aceptó al considerar que
en la elección estaba la voluntad de Dios.
En otra ocasión en que yo “volví a la carga” –durante la comida el mismo día del cónclave–, diciéndole que pensaba que iba a ser el nuevo papa, él me respondió: –De esta pasta no se hacen los gnocchi [una pasta de harina y patatas].
Luego, el día 27 de agosto, durante la comida, el cardenal Freeman nos contó que, después de la elección del papa Juan Pablo I, se encontró con él y le preguntó: –Santità! How are you? El nuevo Papa, con una sonrisa resignada, respondió: –Not very well.
Esta respuesta nos muestra hasta qué punto él no tenía ninguna ambición por el cargo y que, si lo aceptó, fue porque consideró que, aunque para él era una “pesada cruz”, en esa elección se manifestaba la voluntad de Dios.
El 28 de agosto, fiesta de San Agustín, su secretario, Diego Lorenzi, nos trajo en mano a la comunidad de los agustinos de Santa Mónica una felicitación en la que se leía: “En la fiesta de San Agustín, es un deber preciso dar las gracias a los PP. Agustinos por la cortés y religiosa hospitalidad ofrecida a quien –sin saberlo ni tampoco sospecharlo– se encaminaba hacia un puesto de terrible responsabilidad. Dé las gracias, en mi nombre, al P. General y encomiéndeme a las oraciones de sus Hermanos, a quienes bendigo muy de corazón. Jo. Paulus PP. I”.
Este texto resalta que Juan Pablo I era bien consciente de la “terrible responsabilidad” que supone el haber sido elegido para guiar a la Iglesia en esos años finales del siglo XX. Consideraba que con las solas fuerzas humanas sería imposible cumplir su misión. De ahí que pidiese que se orase por él.
En el nº 2.819 de Vida Nueva.