JUAN MARÍA LABOA | Profesor emérito de la Universidad Pontificia Comillas
“Podemos amar a las personas, aunque no las entendamos, pero no tenemos por qué canonizar a quien amamos, al menos, no tan súbito“
El ser humano tiende a crear ídolos aunque mantenga su fe, tal como sucedió a los judíos en el desierto. Los ateos más recalcitrantes, con frecuencia, terminan fabricándolos, incluso, haciendo de su ateísmo un ídolo. También los creyentes, inconscientemente, inciensan en su altar a mediaciones que pueden distorsionar su fe si no tienen cuidado.
La ceremonia del 1 de mayo en Roma congregó a cientos de miles de personas y a representantes de numerosos estados. Fue una conmemoración sugestiva y la masa de fieles manifestó estar necesitada de algo que debe ofrecerle el cristianismo. Pero dudo que responda a esta necesidad la apresurada beatificación de Juan Pablo II, un papa tan importante en la historia contemporánea, a quien el futuro situará en sus debidas proporciones, sin menoscabar sus méritos, sin desorbitar su figura.
“No ha habido sombras en la vida de Juan Pablo II”, ha afirmado su postulador Slawomir Oder, deslumbrante exageración de quien espero admita la existencia del pecado original. “Las acusaciones y las críticas eran infundadas. Muchas venían de fuentes no informadas o con no buena intención”. Me pregunto, con frecuencia, si los métodos practicados y el equilibrio de los procesos de canonización son aceptables en nuestros días.
En cualquier caso, considero que no se puede canonizar a una persona solo por sus virtudes personales, incluso “heroicas”, dejando de lado las formas de gobierno, la selección de las personas con las que ha trabajado, la eclesiología personal, la capacidad de crear comunión, la sumisión a una psicología y a una historia que terminan condicionando indebidamente a los demás.
La comunidad creyente española podría plantear algunos interrogantes serios a este pontificado, decisiones que han condicionado severamente su caminar en los últimos decenios. Podemos amar a las personas, aunque no las entendamos, pero no tenemos por qué canonizar a quien amamos, al menos, no tan “súbito”.
En el nº 2.752 de Vida Nueva.
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