(Nicolás Castellanos Franco-Obispo emérito de Palencia) El acontecimiento Aparecida se hacía necesario. La Iglesia en América Latina y El Caribe ha recorrido un camino pascual, desde Medellín, entre acosos y sospechas, e intervenciones mas allá de una vigilancia crítica, a veces excesivamente cautelar y desconfiada.
Sorprende ese torrente de vida en mujeres, laicos, CEBs, religiosas, campesinos, indígenas, movimientos, plataformas sociales, gente excluida en los barrios…, que van tejiendo otra red social y otras alternativas.
En América Latina y El Caribe, el Pueblo de Dios ha realizado un ingente trabajo de base. Prevalece el pueblo y el Pueblo de Dios, que hace historia callada y participa en las aspiraciones y luchas de nuestro continente contra el sistema y estructuras de pecado. No se cruzan de brazos ante la injusticia social, institucionalizada.
No han faltado en ese caminar liberador el testimonio de algunos obispos, teólogos, pastoralistas, religiosas y la sangre de nuestros mártires por haber proclamado la Palabra de Dios con parresia.
Siempre nos debatimos entre la explosión de vida y los zarpazos de las políticas neoliberales, populistas, corruptas, que en vez de servir al pueblo se sirvieron del pueblo, provocando una pésima distribución de los recursos naturales, creando así unas desigualdades irritantes en el continente, en donde se da la mayor desigualdad social.
Pero nunca ha faltado el potencial de vida, que nace de los dichos y hechos de Jesús y de la religiosidad popular.
La Iglesia en América Latina y El Caribe reclamaba una Conferencia –no querían sínodo– de Comunión, una celebración continental de la Fe y una confirmación del camino profético recorrido, desde el Concilio Vaticano II y las Conferencias Generales de Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). Las nuevas situaciones postulan nuevas respuestas.