CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“Arremangarse para derramar aceite y vino sobre las heridas de los hombres”. Así lo decía el papa Francisco (Asamblea del Sínodo de los Obispos, octubre 2014) hablando de la Iglesia como madre solícita a la que no le asusta ponerse a los pies de los demás para servir; es la Iglesia con las puertas abiertas para recibir a los necesitados, a los pecadores, a los arrepentidos, que se siente obligada a levantar y a acompañar al que ha caído.
Ante conducta tan evangélica, no faltarían voces críticas y tentaciones, siempre con palabras del Papa, de envaramiento hostil, encerrándose en la certeza de lo que conocemos y no de lo que todavía queda por conocer. Tampoco vale la misericordia engañosa, que pone parches y tapaderas para que no se vean las heridas, sin asumirlas y tratar de curarlas. Tentación de transformar las piedras en pan o el pan en piedras, para eludir responsabilidades y compromisos. De olvidar la cruz y doblegarse ante el espíritu mundano. Querer hacerse dueños del depósito de la fe y no servidores. Olvidarse de la realidad con mera palabrería y una serie de “bizantinismos” consoladores.
El yugo es llevadero y la carga ligera, pues el amor hace liviano y gustoso el sacrificio, lo cual no quiere decir que no se sienta el peso del fardo sobre los hombros. ¡Ay de mí si no evangelizare!, exclama san Pablo. “Mi amor es mi peso”, decía san Agustín. El amor de Jesucristo quema hasta las entrañas. Y con estos empujones de la gracia, la Iglesia sabe perfectamente cuál es su misión. Poner el amor del Evangelio en las entrañas de la humanidad y que mentes y corazones se transformen, que mandamientos y responsabilidades se asuman y apliquen, que desborde el perdón y la misericordia y, por encima de todo, la caridad, que es la apoteosis de la justicia.
Este es principio más sólido y fundamental de la Iglesia: el amor a Dios y al prójimo. Y en una coherencia incondicional. Pues quien dice que ama a Dios y no sirve a su prójimo, es un mentiroso. Y quien reniega de Dios pensando que así va a ser más eficaz en enderezar caminos torcidos de la justicia y del derecho, al final no solamente se habrá olvidado de Dios, sino también de sus hermanos.
La Iglesia sabe que tendrá que “arremangarse” para cumplir fielmente su misión. No tiene miedo a perder anillos que no le corresponden ni a bajarse de pedestales en los que nunca desea estar encumbrada. Lejos de voluntarismos y gestos altruistas, de conmiseracionismos y actitudes paternalistas, la Iglesia no busca ni el aplauso ni la vanagloria, sino permanecer leal a su Señor. Lo demás ya vendrá después, y con un premio más que generoso.
Esta es la verdadera libertad de la Iglesia. Al amor es imposible ponerle cadenas y, ante la Palabra de Dios, no se pueden levantar barreras y paredones, pues es más penetrante que cualquier fuerza humana que pueda imponerse. El amor todo lo puede, todo lo supera, todo lo alcanza…
En el nº 2.942 de Vida Nueva