IGNACIO URÍA, Universidad de Navarra, Premio Jovellanos 2010 y autor de Iglesia y revolución en Cuba | La pasada semana, Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba (PCC), saludaba al Papa con el típico estilo grandilocuente del comunismo: “Conocerá a un pueblo seguro en sus convicciones, noble, instruido, ecuánime y organizado, que defiende la verdad y escucha con respeto”.
Benedicto XVI visita Cuba por primera vez, pero sabe que el pueblo está menos seguro y organizado de lo que se dice. Como en 1998, con la visita de Juan Pablo II, a la que fui invitado por la Conferencia Episcopal, la política estará presente en esta visita. Es inevitable.
Como entonces, el arzobispo de La Habana es el cardenal Jaime Ortega, siempre cuestionado por una parte del exilio y de la oposición interna. Ya no estarán Pedro Meurice, primado cubano fallecido en 2011, ni el ya retirado obispo de Pinar del Río, Siro González. Tampoco el nuncio Beniamino Stella, ahora presidente de la Pontificia Academia Eclesiástica de la Santa Sede.
El cardenal Ortega permanece in extremis, pues en 2011 cumplió 75 años, edad canónica de renuncia. Este viaje será su último servicio a la Iglesia cubana, que se debate entre la fidelidad a su misión y las concesiones a la realidad.
En ese escenario, él se ha movido con una habilidad no exenta de polémica, pero donde los frutos son evidentes: mayor presencia de los católicos, nuevo seminario en La Habana o más permisos de entrada para sacerdotes, que apenas superan el centenar para 11 millones de habitantes.
El exilio le reprocha su buena relación con Fidel Castro y le recuerda el papel de la beligerante Iglesia polaca en tiempos de Jablonski y Jaruzelski. Interesadamente se olvida de que Cuba jamás ha sido Polonia. Ni siquiera con el legendario Enrique Pérez Serantes, primado entre 1948 y 1968, y cuya biografía acaba de ser publicada en España.
Pese a todo, el cardenal ha tensado la cuerda con el Estado cuando le ha convenido. Por ejemplo, para reclamar libertad religiosa: “La Iglesia católica no tiene acceso a los medios de comunicación, que son del Estado; no puede abrir colegios propios o impartir religión en los públicos. Así es imposible colaborar en la resolución de los mayores problemas sociales”. Palabras inequívocas, pero que no apaciguaron a sus críticos.
Ortega es un prelado que no consigue adhesiones porque es reservado y calculador. En esto recuerda al nuncio Cesare Zacchi, que ejecutó en la década de 1960 la ostpolitik vaticana para apaciguar al comunismo. Como Zacchi, el cardenal camina siempre en el alambre, entre el espíritu y el mundo, convencido de que una aparición pública con Fidel abre más puertas que cien reuniones con sus burócratas.
Su influencia en el Gobierno ha crecido con la llegada de Raúl Castro al poder. Lo demostró el año pasado con su protagonismo en la excarcelación de presos políticos de la Primavera Negra y lo reconocieron las Damas de Blanco al pedir su mediación ante el Gobierno.
Un Papa bien informado
Junto a Ortega, está el arzobispo de Santiago de Cuba, Dionisio García, actual presidente del Episcopado. Sacerdote guantanamero, ingeniero de telecomunicaciones y protegido de Meurice, su llegada a la sede primada en 2007 mejoró mucho las condiciones pastorales en su provincia (logró autorización para celebrar procesiones, prohibidas durante años por el enfrentamiento de su antecesor con la dictadura) e impulsó diferentes obras en la archidiócesis, como las del santuario del Cobre, o la recuperación de locales expropiados (como la propia catedral de Santiago).
Hoy, pese a la relativa juventud que supone tener 67 años en Cuba, tiene una amplia experiencia (es el cuarto obispo más antiguo de los 14 que hay) y algunos analistas le ven con posibilidades para ocupar la sede habanera. Después del cardenal, es el prelado más conocido gracias a sus intervenciones en televisión con motivo de fechas destacadas, como la Navidad, o sus apariciones en la prensa con Raúl Castro.
Al mismo tiempo, sus relaciones con la disidencia son buenas, como demostró al proteger a las Damas de Blanco, agredidas por la policía hace pocas semanas en El Cobre.
Por último, está el actual nuncio, Bruno Musarò, llegado el pasado verano desde Perú. Su predecesor, Giovanni Becciu, es ahora sustituto de la Secretaría de Estado, relevante cargo en el “ministerio” vaticano encargado de las relaciones diplomáticas –y, por tanto, políticas–.
En síntesis, nadie negará que, si todos cumplen con su trabajo, Benedicto XVI está bien informado de lo que ocurre en la Isla.
La dictadura necesita más a la Iglesia
que la Iglesia a la dictadura. De otro modo,
sería tan ignorada hoy como en el último medio siglo.
¿Podrá el Papa respaldar a los opositores?
Sin embargo, no hace falta ser cardenal para saber que el régimen intenta controlar toda la información que sale o entra en el país. Quiere, pero no puede, en gran medida por el trabajo de la oposición democrática, desorganizada pero activa, que utiliza las redes sociales con habilidad.
Por ejemplo, la periodista Yoani Sánchez (@yoanisanchez, 220.000 seguidores en Twitter) o el opositor pro derechos humanos Jorge Luis García “Antúnez” (@antunezcuba).
Ambos son dos caras de la misma moneda. Sánchez no es católica, pero defiende la visita pontificia por la apertura al mundo que supone. Antúnez, católico practicante, la rechaza porque cree que apuntala al Estado. Los dos coinciden en una petición: que el Papa se reúna con la disidencia, algo que tampoco hizo Juan Pablo II. ¿Acaso se impide al Papa conversar con una parte del pueblo?
La dictadura necesita más a la Iglesia que la Iglesia a la dictadura. De otro modo, sería tan ignorada hoy como en el último medio siglo. Por tanto, la jerarquía católica parte de una posición de ventaja al negociar el programa de actos, y bien podría incluir una entrevista que respaldara a los opositores, mayoritariamente católicos.
¿Será Benedicto XVI tan audaz en Cuba como lo ha sido con el escándalo de la pederastia? ¿O los mutuos intereses creados impedirán el encuentro? Como señaló atinadamente Oswaldo Payá, líder del ilegal Movimiento Cristiano Liberación y Premio Sajarov de Derechos Humanos del Parlamento Europeo: “Haya o no encuentro, el Papa seguirá siendo bienvenido. Otra cuestión son los obispos, que tienen la responsabilidad de no permitir que se les coaccione. El Papa debe conocer la diversidad de Cuba, y no solo lo que el Gobierno permita”.
“Plaza sitiada”
Tras cuatro años como presidente, Raúl Castro ha impulsado algunos cambios “porque el país está al borde de un precipio”. Por eso ha permitido el usufructo de tierras estatales abandonadas o la venta de productos ilegales hasta fechas recientes (móviles, computadoras o ciertos electrodomésticos).
Otras novedades, sin embargo, han sido demoledoras, como la elevación en cinco años de la edad de jubilación, el fin de los comedores obreros o el mantenimiento de dos monedas (el devaluado peso cubano y el peso convertible con paridad al dólar de los turistas), situación que agrava las desigualdades sociales. El escenario podría empeorar si se cancela la libreta de abastecimiento de alimentos (establecida en 1962 con carácter temporal) o siguen los despidos en las empresas públicas (1,5 millones en dos años).
Es decir, por mucho que algunas decisiones hayan sido acertadas (fin del tope salarial, autorización del pluriempleo, restablecimiento del cobro por resultados), Castro no asume que su lentitud tiene un coste social elevado y sigue enrocado en el discurso de Cuba como “plaza sitiada”.
El régimen insiste en que hay que seguir adelante, pero los cubanos quieren saber hacia dónde e insisten en poder entrar y salir libremente de su país, algo ahora prohibido. Por eso, el presidente teme tanto la reacción interna como la internacional y todo es poco para prevenir una eventual revuelta provocada por el descontrol de los precios (en 2011, los alimentos subieron un 20% y la gasolina un 22%) o los recortes en servicios básicos (la sanidad un 8% de media, el doble en atención primaria).
Además, la falta de cambios políticos relevantes (legalización de partidos y sindicatos, elecciones, libertad de prensa) agudizan la desafección y el miedo. Para rematar el inmovilismo, Raúl Castro afirmó el pasado enero en el Congreso Nacional del PCC que no se puede renunciar al partido único porque “todos los demás son imperialistas”.
El miedo, pues, lo impregna todo. Miedo al cambio, pero también a seguir igual. Miedo al fracaso, pero también a probar alternativas.
Ese es el verdadero país que va a encontrarse Benedicto XVI. Una república sin ciudadanos y un Estado sin recursos, donde los católicos bautizados apenas llegan al 2%. Una isla donde solo la Iglesia ha conseguido pequeños espacios de libertad y donde miles de personas sobreviven gracias a la ayuda de Cáritas, que ahora trabaja con más libertad.
El Papa descubrirá una sociedad movilizada (y controlada) por el Estado, pero con los preparativos en marcha. Para todos los cubanos menores de 20 años será la primera vez que contemplen un acto católico de tal envergadura. En las calles y plazas, en las casas, se ven ya los carteles del “Peregrino de la Caridad”, y las iniciativas de la Pastoral Juvenil se multiplican.
Cuba sigue en el ojo del huracán, que es una falsa calma. Asediada por vientos poderosos, unos internos y otros externos (como el injusto embargo norteamericano), pero dispuesta a dar pasos hacia el futuro. Los cambios estructurales no son el objetivo de la visita de Benedicto XVI, pero sí son una necesidad urgente del pueblo que visita y de la Iglesia que lo recibe.
Sin pretenderlo, quizá la peregrinación de este anciano pontífice por los 400 años de la Virgen del Cobre altere ese delicado equilibrio. Puede que no. Como cantaba Bob Dylan: The answer, my friend, is blowing in the wind. Un viento que quizá sea el del Espíritu Santo, que sopla por donde quiere.
En el nº 2.794 de Vida Nueva.