(+ Amadeo Rodríguez Magro– Obispo de Plasencia)
“Estoy en condiciones de decir que cada vez es más honda la conciencia de que entre la liturgia y la piedad popular, como debe ser, ha de haber unidad, porque ambas se fecundan y se enriquecen mutuamente: en la una se celebra y en la otra se ofrece la catequesis del misterio celebrado”
En los plazos que tengo, lo más tarde que puedo enviar esta columna es el lunes de Pascua. Eso significa que escribo aún con el impacto de la Semana Santa y que el tema elegido sólo puede ser la fe y la piedad vividas en los días pasados. Por mi condición de obispo, mi mirada se extiende al menos a todas las comunidades de mi Diócesis, tan rica en manifestaciones religiosas diversas. Me consta, además, que tienen toda la verdad de la que habla Pablo VI en Evangelii Nuntiandi; es decir, tienen la riqueza humana y espiritual, de la que sólo los más sencillos hacen gala, y sin el más mínimo alarde. Sé que en las parroquias ha habido una adecuada preparación para las celebraciones del Misterio Pascual, tanto al interior de los templos como en devotas y peculiares expresiones religiosas en las calles de estas comarcas y pueblos.
No soy, desde luego, tan ingenuo como para no saber que hay aspectos mejorables; y en ello estamos. Pero sí estoy en condiciones de decir que cada vez es más honda la conciencia de que entre la liturgia y la piedad popular, como debe ser, ha de haber unidad, porque ambas se fecundan y se enriquecen mutuamente: en la una se celebra y en la otra se ofrece la catequesis del misterio celebrado. Y quien no quiera verlo así, corre el peligro de no entender la armonía entre estas dos expresiones del culto cristiano; ambas recibidas en la tradición viva de la Iglesia y, por tanto, la una y la otra deben ser no sólo respetadas, sino también transmitidas con fidelidad.
Por eso, la gran tarea de la Iglesia será armonizar lo que necesariamente ha de ir unido, y no dejar que el alma religiosa del pueblo cristiano viva al margen de ella. Que queda mucho por hacer en este campo, es evidente. Pero no más que en otros ámbitos de la vida cristiana.
En el nº 2.656 de Vida Nueva.