CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
Me lo comentaba, con no poca preocupación y asombro, un buen amigo del norte. Parece como si estuviéramos navegando entre la verdad y la confusión. Entre el derecho y el relativismo, entre responsabilidades e indiferencia, entre la libertad y la manipulación de voluntades, entre deberes ineludibles y no poca evasión y escapismo.
La ambigüedad se adueña de los conceptos, la conducta caprichosa de la ética, el libre albedrío de los deberes a cumplir, el legalismo suplanta la conciencia moral y los convencimientos más arraigados.
Se presume de ser una sociedad tolerante en la que pueden convivir en paz culturas y religiones diferentes. Pero no siempre la legítima aconfesionalidad del Estado, que garantiza la libertad religiosa, protege al creyente su derecho a vivir y practicar su religión públicamente, sin sufrir vejaciones por ello, obligándole a que se recluya en su centro de culto o en la sacristía de la propia intimidad.
No acaba de respetarse la objeción de conciencia, presionando para guardar una disciplina corporativa o partidista que repugna a los propios e individuales principios éticos y convencimientos religiosos.
Sobre la defensa de la libertad de expresión han corrido ríos de tinta –nada mejor dicho– reivindicando el derecho de hacer que se conozca la verdad. Pero no se ha cuidado, de la misma forma, hablar de la provocación gratuita y de la vejación ofensiva a quienes legítimamente piensan y viven de otra manera.
Hay obligación de denunciar la injusticia, pero que no sea por odio y venganza a quien vulnera la ley, sino para que se corrija lo torcido y se restaure el derecho conculcado mal infringido. En otro orden de cosas, se podría hablar de la denuncia profética y de la corrección fraterna. Pero, para actuar con verdadera garantía de autenticidad, habría que verificar muy bien y sin dudas acerca de la buena intención, que lo fraterno está tan garantizado en la corrección como lo profético en la denuncia.
La corresponsabilidad en la búsqueda del bien común, de ese muy deseado Estado del Bienestar, el entendimiento recíproco, el principio de subsidiariedad y, por supuesto, la justicia y el derecho por delante, serán apreciables garantías para el diálogo entre lo diferente, la unidad de lo diverso, la libertad en la responsabilidad, el ofrecimiento de las ideas que cada uno tiene, pero no como imposición, sino como intercambio y recta intención de buscar juntos la verdad y la paz. A nadie se le puede obligar a la claudicación en sus principios o a la prevaricación de obligaciones y responsabilidades.
El relativismo es una especie de virus, de carcoma que lo invade todo y que, cuando uno se da cuenta, el edificio de valores, virtudes, principios y convencimientos se ha derrumbado. Y la persona ha sucumbido bajo un alud de ideas y sin fundamento. Mientras mi buen amigo decía “confundidos estamos”, vino san Pablo para recordarnos que, ciertamente, vivimos atribulados, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Jesucristo es la verdad y el camino.
En el nº 2.948 de Vida Nueva