FERNANDO SEBASTIÁN | Cardenal arzobispo emérito
Durante el pasado mes de agosto nos han golpeado las noticias de varios crímenes terribles. Padres y madres que matan a sus hijos, maridos que matan a sus mujeres, novios que matan a sus novias o hijos que matan a sus padres.
No es normal que en una sociedad como la nuestra se produzcan tantas y tales barbaridades. No podemos acostumbrarnos a estas cosas. Tenemos que preguntarnos por las causas de estos sucesos horribles y reaccionar con vigor para eliminarlas.
A simple vista se ve que estos crímenes familiares nacen de un amor frustrado. Se trata de amores posesivos, amores que no son amor sino egoísmo, dominio, posesión, explotación. Esta pasión posesiva, cuando se ve frustrada, se transforma en odio destructivo y asesino.
La frecuencia de estos atropellos nos hace pensar en el acierto o desacierto de la educación. Una educación excesivamente permisiva, que no enseña a tratar a los demás con respeto y generosidad, ni enseña a dominar las propias pasiones, no prepara para la convivencia sino para el egoísmo prepotente y explotador. Los errores en la educación se pagan a largo plazo.
En vez de discutir de cosas secundarias, tendríamos que ponernos de acuerdo para promover un sistema educativo capaz de proponer y desarrollar valores verdaderos, un sistema educativo que enseñe a los jóvenes a dominar sus pasiones, liberarse del egoísmo y guiarse en la vida por sentimientos de respeto y generosidad.
Los educadores católicos tienen aquí una gran misión. Sorprende que cuando es patente la debilidad moral de nuestra sociedad, los políticos miren con tanta desconfianza la educación católica. La religión de Jesús, refuerza la conciencia moral, nos enseña a amar de verdad, con generosidad y misericordia.
Donde se vive de verdad el cristianismo estas cosas no ocurren. ¿Cuándo tendremos el valor y la humildad de reconocerlo?
En el nº 2.954 de Vida Nueva.