JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO, periodista y escritor |
En mi vida solo he tratado con un cardenal. Fue con el ugandés Emmanuel Wamala, una buenísima persona que, durante los años de la guerra en el Norte, no perdió ocasión de visitarnos y echarnos una mano todas las veces que pudo. Cuando volvió del cónclave en el que Benedicto XVI salió elegido en 2005, le entrevisté para un periódico de Kampala y le pregunté algo así como: “¿Qué experiencia ha tenido durante esos días?”. Su respuesta me sorprendió: “Lo pasaba muy mal en las votaciones. Cada vez que escribía el nombre de mi candidato en la papeleta, pensaba que le estaba crucificando”.
Me he acordado muchas veces de esta frase durante los primeros días de pontificado del papa Francisco. A los cristianos de a pie que le observamos desde la distancia, sobre todo a los occidentales, con nuestro espíritu crítico, que escrutamos cada uno de sus gestos y palabras, se nos escapa un detalle importante: quien está al frente de la Iglesia sufre una crucifixión que solo él conoce.
Nada más salir elegido el cardenal Bergoglio, se publicaron algunas informaciones que, sin contrastar datos suficientemente, lo etiquetaban de colaborador de la dictadura argentina, en el período de Videla. Ni siquiera después de que el Nobel de la Paz Pérez Esquivel y uno de los sacerdotes supuestamente perjudicados por el nuevo Papa cuando era provincial de los jesuitas terciaran en la polémica, descargándolo de toda culpa, se libró el pobre hombre del sambenito que le colgaron.
A los cristianos de a pie que le observamos
desde la distancia, sobre todo a los occidentales,
con nuestro espíritu crítico,
se nos escapa un detalle importante:
quien está al frente de la Iglesia
sufre una crucifixión que solo él conoce.
Algo parecido le pasó en su día a Ratzinger, acusado nada menos que de militante nazi por haber sido miembro de las juventudes hitlerianas a sus 16 años. De nada valió que otros recordaran que, en aquella época, entrar en esta milicia era de todo menos voluntario. Un buen titular sensacionalista, sobre todo si es en contra de alguien, vende mucho.
Si esto le ocurre a otro personaje público, lo tiene muy fácil: puede publicar una nota de prensa desmintiéndolo o, incluso, querellarse contra sus calumniadores. El Papa no. Tendrá que seguir adelante con su tarea sin poder defenderse, rezando al Padre por los que “no saben lo que hacen”. Y, detrás de su sonrisa y sus gestos de cercanía, muy pocos adivinarán que se oculta el dolor de una crucifixión que le durará el resto de sus días.
En el nº 2.841 de Vida Nueva.