(José María Arnaiz, SM- Ex Secretario General de la Unión de Superiores Generales) Hace un mes visitaba a una familia que vive en un edificio de 13 pisos en San Miguel (Santiago de Chile). En cada piso hay siete departamentos. El conserje me paró al entrar para preguntarme dónde iba. Le respondí que a visitar a la familia Palentini. “¿Sabrá, padre, que están juntados?”, añadió. “Van a la iglesia, pero no están casados”. Sonreí. Por supuesto que los conserjes están bien informados de la vida y milagros de los habitantes que les toca atender.
Le vi que tenía interés en ofrecerme más información: “En este edificio vivimos 91 grupos familiares. Unos 29 estamos con todo en regla; casados y bien casados y por las dos leyes. Uno tiene hasta 5 hijos. Hay 11 que las familias están separadas o vueltas a casar; 12 sólo están juntadas. Monoparentales me parece que son 16. Tenemos siete de viudos y ocho de solteros o solteras. Le digo algo más. Hay dos parejas de lesbianas y tres de homosexuales. Quedan tres departamentos que los que los habitan son bien extraños. Con eso se completa el edificio. Yo me los conozco bien a todos; llevo ocho años en él”.
Seguía hablando sin que yo entrara mayormente en la conversación. Pero escuchaba atentamente e impresionado, aunque no fuera tema nuevo para mí. Al fin me dio un consejo: “Padre, en la Iglesia cuiden de todos”. Mientras subía en el ascensor hasta el 10º piso, seguí pensando que lo irregular era mucho más numeroso y frecuente que lo regular, que puede ser que esto vaya a peor, que esta situación necesita cuidado y amor compasivo y, desde luego, “una pastoral intensa y vigorosa” (DA 437) y, yo añadiría, creativa; que el apasionante “para siempre” pareciera que fuera para el otro mundo y para éste fuera lo provisorio; que detrás de todo esto hay búsqueda de felicidad y mucho dolor. A pesar de la crisis, la familia no parece tener alternativa viable. Es la institución más sencilla y universal; cuidémosla todos.