JOSÉ LUIS GONZÁLEZ-BALADO, biógrafo de Teresa de Calcuta | En estos días en que se anuncia la canonización de la Madre Teresa de Calcuta, uno recuerda y vivió como inmerecido privilegio su primer aterrizaje en Madrid, en el año 1980, invitada por el cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Inicialmente con miras a establecer una modestísima fundación con cuatro jóvenes hermanas por invitación del arzobispo de Madrid –que en aquel caso, y en casi todos, actuaba por medio de un muy hábil brazo derecho cual el jesuita José María Martín Patino–, la Madre Teresa hizo dos o tres tan rápidos como ejemplares y discretos viajes a Madrid.
Tengo muy fijado en la memoria uno en el que, acompañado de mi esposa Janet Playfoot –que con su inglés nativo perfeccionado en Oxford y su excepcional sencillez le cayó siempre muy bien a la Madre Teresa–, al mando de nuestro humilde y servicial Seat 127 amarillo la fuimos a recoger a Barajas.
Aunque el alojamiento previsto como inicial fundación para el servicio a los “pobres más pobres” (respetuosa convencida expresión de la Madre Teresa y de sus hermanas) era una humildísima casi chabola en la periferia de Leganés, el protocolo sagrado en su caso era saludar antes en humildad a la autoridad del nuevo destino. Supuso pasar por la residencia del cardenal Tarancón, que, en ausencia, fue sustituido por el más hábil y sencillo ignaciano Martín Patino.
Uno lo recuerda con admiración y familiar respeto. Apenas circuló la noticia de que él era, siquiera circunstancialmente, su gestor, me soltó en desahogo entre alegre y confidencial: “Ya por lo menos una docena de periodistas me han solicitado que les facilite una entrevista con la Madre Teresa”. Confieso que con sincera ingenuidad le contesté: “¡Vaya, padre Patino! ¿Cómo se las va a arreglar para contentarlos a todos”. “Muy simple”, me dijo. “Pienso convocar una rueda de prensa y el que no se dé por satisfecho, que no acuda. La Madre tiene más cosas que hacer”.
Lo hizo: en un local del arzobispado madrileño situado en la calle Bailén. Uno se dio por invitado, no como circunstancial periodista, sino como “devoto” de la Madre Teresa y como amigo (¡y circunstancial ayudante!) del convocador de la original rueda de prensa. Los periodistas, entre profesionales y curiosos, debían ser una veintena. La rueda de prensa se pareció muy poco –¡en razón esencial de quién la sostenía!– a las otras ruedas de prensa.
Encuentro con la Reina Sofía
Ya no parecía que quedase mucho que preguntar a los –¡que no parecían ser todos!– periodistas cuando bajó a la sala la secretaria del P. Patino y le susurró al oído la llegada a su despacho de una importante llamada telefónica. El excelente hijo de san Ignacio me buscó con la mirada y me dijo: “Vete arriba y mira de qué se trata”. Se trataba nada menos que del jefe de la Casa Real. Llamaba por encargo de Doña Sofía preguntando –¡o más bien disimulando darse por enterado!– si estaba allí la Madre Teresa y si era posible que la Reina cumpliese su deseo de pasar a saludarla.
¿Habrá dudado alguien alguna vez de la mano izquierda del jesuita? Uno, nunca. Y si con anterioridad lo hubiera hecho, aquella mañana hubiera cambiado de opinión. Nada más enterarse del deseo de la Reina le dio cumplimiento eficaz con una expresión que no parecía hubiese asimilado del libro de los Ejercicios espirituales del fundador de la Compañía: “¡Venga, muchachos! Dense por satisfechos, que la Madre tiene otras urgencias que llevar a cabo!”.
La sala quedó inmediatamente vacía. Ya no quedaba un periodista cuando, ni diez minutos más tarde, llegó una mínima escolta con el jefe de la Casa Real y la Reina, quien, tras saludarnos con una amable inclinación de cabeza, entró a la sala en que estaba la Madre Teresa. Patino, mi esposa y yo quedamos respetuosamente fuera. Era el 24 de junio, onomástica del Rey, que estaba ocupado en una recepción en el Palacio Real.
Es lo que supimos mientras en nuestro Seat 127, mi esposa y yo devolvíamos a la Madre Teresa –por cierto, admirada de la sencillez de Doña Sofía, que no admiraría menos la sencillez de la religiosa albano-india– a su humilde residencia provisional en un rincón periférico de Leganés. Sabríamos y seríamos de ello discretos y circunstanciales testigos de que aquella mañana encontró expresión entre la Madre Teresa y la Reina una sincera y muy sólida amistad. Se verían varias veces más, casi siempre con real y muy religiosa discreción. Y se verían en público, ante la conmovida vista del mundo entero, aquel día inolvidable en el que Doña Sofía asistió conmovida al funeral de la Madre Teresa de Calcuta, ya santa entonces, y que será muy pronto reconocida como tal por el buen papa Francisco.
En el nº 2.970 de Vida Nueva