FRANCISCO JAVIER HERRERO HERNÁNDEZ | Decano de la Facultad de Filosofía de la UPSA
“Tan provinciano puede ser el pacato ciudadano de Madrid o Barcelona, como cosmopolita cualquiera de los cultivados habitantes de Salamanca…”
Hay un pasaje de Entre visillos, la primera gran novela de mi paisana Carmen Martín Gaite, donde se puede leer lo siguiente:
(…) Ellos iban a ir a Madrid después de las fiestas. Toñuca sabía algunas palabras de francés y servía de intérprete en los momentos de mucho lío. Se reía. Se reían todos menos Goyita, que estaba a disgusto. La de Madrid dijo que de Madrid al cielo, y que ella les acompañaría cuando fueran allí. (…)
Seguramente la autora de este texto recogió el eco de una película de la época titulada también con ese mismo dicho de larga historia: De Madrid al cielo. El convencimiento de aquella comedia musical era idéntico al que expresa Marisol, “la de Madrid”: que nada como ir a la capital para abrirse camino y triunfar en la vida.
La novela de la salmantina describe el ambiente tedioso, opresivo y lleno de prejuicios que respiraban las gentes de provincias en los años 50. Todas sus protagonistas sienten la asfixia de ver sus monótonas y rutinarias vidas espiadas habitualmente por curiosos vecinos agazapados tras el cristal de las ventanas. Son estas, ciertamente, algunas de las muchas limitaciones de una capital de provincia. Pero ninguno de estos inconvenientes impidió, sin embargo, a personajes como Kant, Kierkegaard, Heidegger o Unamuno rendirse decididamente por los encantos cotidianos de la pequeña ciudad.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces y hoy es obvio que tan provinciano puede ser el pacato ciudadano de Madrid o Barcelona, como cosmopolita cualquiera de los cultivados habitantes de Salamanca, Oviedo o Soria. A la realidad de la aldea global solo es posible acceder a cambio de adoptar esa mirada cosmopolita de las cosas que va más allá del fragmento local y de las fronteras de lo propio y autóctono.
Lo curioso es que esta perspectiva globalizada no se logra únicamente viajando fuera del propio entorno físico. Aquí vale aquello que Sócrates dijo al joven Fedro en su paseo fuera de los límites de la ciudad:
Soy un amante del conocimiento y los hombres que habitan en la ciudad son mis maestros y no los árboles o la comarca. (Fed 230)
Probablemente sea la Iglesia católica la que mejor se ha sabido adaptar a esta nueva situación multicultural. Y la razón de esta reconfiguración histórica no hay que buscarla en algún tipo de estrategia, sino en la misma pretensión de universalidad del cristianismo. La Iglesia, desde el umbral de su mismo nacimiento, ha estado continuamente en posición de salida.
Creo llegado el momento en nuestra Iglesia en España de dejar de mirar “entre visillos” a Madrid o Roma, al señor obispo que viene o al señor cardenal que se va. Y no viene mal seguir recordando que a los primeros seguidores de Jesús les tildaron despectivamente con el nombre de “galileos”. Eran, como su fundador, hombres de la periferia que no hablaban la lengua oficial con corrección, sino en el dialecto de su tierra. Recibieron por ello el desprecio de los suyos, tanto de los judíos religiosamente puros como de los cultivados helenistas venidos de la diáspora. Aquellos primeros apóstoles no eran ni de Madrid ni de Roma, pero fueron los testigos acreditados de la alegría del Evangelio y, con su arrojo apostólico, abrasaron el mundo con el fuego del Espíritu Santo.
Lo dicho, de Madrid al cielo, pero pasando por la Galilea de Jesús de Nazaret. ¡Muchas gracias D. Antonio María y bienvenido D. Carlos!
En el nº 2.911 de Vida Nueva