(+ Carlos Amigo Vallejo– Cardenal arzobispo emérito de Sevilla)
“Después de la crisis, el diluvio. (…) Si de diluvio se habla, al menos tratemos de construir el arca, buscar lo mejor que haya de todas las especies, reunamos a la familia y no cansarse de navegar, sabiendo que un día se retirarán las aguas”
La crisis no viene sola. Siempre se trae consigo a pescadores para ríos revueltos que se aprovechan de lo turbio de las aguas para hacer su agosto de acaparamiento y especulación. Llegan también los catastrofistas, enarbolando la pancarta de “esto es el principio del fin”, sin el menor atisbo de esperanza y salida del túnel. Jueces implacables de árboles caídos no han de faltar. Tampoco quienes ya están soñando con podios de reconocimiento a un trabajo que nunca han hecho, excepto el de un interesado arribismo.
Después de la crisis, el diluvio. Que todo esto quedará arrasado, porque no hay posibilidad de arreglo alguno, dirían los más recalcitrantes entre los más derrotistas. Si de diluvio se habla, al menos tratemos de construir el arca, buscar lo mejor que haya de todas las especies, reunamos a la familia y no cansarse de navegar, sabiendo que un día se retirarán las aguas.
Viene todo esto a decir que los zamarreos, aunque dolorosos, nunca pueden socavar los cimientos, sino para la revisión y autocrítica acerca de aquello que estaba poco consolidado, de lo que teníamos sostenido casi con alfileres o de lo que habíamos creído esencial, cuando no era más que una ayuda y modo de hacer en su tiempo y momento.
Benedicto XVI recordaba que Juan Pablo II nos había dejado una Iglesia más libre, más viva, más valiente y más joven. Más libre, pues la palabra de Dios no está encadenada, ni sujeta a circunstancia alguna, es intemporal, eterna, estable. Más viva, porque la savia de la que se nutre esta viña elegida, según la figura conocida, no es otra que los mismos sacramentos, sobre todo el que es fuente y cumbre de la vida cristiana: la eucaristía. Más valiente, por el arrojo de la caridad, siempre dispuesta a emprender cualquier riesgo cuando se trata de defender la justicia y el derecho, el hacer de cada día y la dignidad de las personas. Más joven, pues la esperanza es el motor que impulsa hacia el futuro, pero llenando de vida el presente. Una esperanza garantizada por la eficaz presencia del Espíritu Santo.
No sé si aún se recordará lo del diluvio. Pero siempre tendremos el arca, figura de la Iglesia de la que ya dijo el Concilio Vaticano II que navega por este mundo entre las dificultades que ponemos los hombres y los consuelos y gracias que de Dios vienen.
Lo malo no es la tormenta, sino el lastre que suponen los que piensan que el naufragio es inevitable. Que no podéis ser como personas sin esperanza, advierten nuestros libros santos. Ahora bien, es cierto que esperamos un tiempo nuevo al final de todo, “pero la espera no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida social” (Sollicitudo rei socialis 48).
Decía Benedicto XVI: la palabra de Dios es una palabra de esperanza sin límites. (…) Dios nunca nos considera desahuciados. Él sigue invitándonos a levantar los ojos hacia un futuro de esperanza y nos promete la fuerza para conseguirlo. (A los obispos de África del Sur, 22-3-09).
En el nº 2.728 de Vida Nueva.