(Alejandra Peñalver– Corresponsal de Vida Nueva en Asia) Siempre que se habla de Tíbet desde una perspectiva occidental se incurre en el mismo tópico: tratar de explicar/entender la situación como una dicotomía bicolor en la que unos son los buenos (el pueblo tibetano con el Dalai Lama a la cabeza) y otros son los malos (el Partido Comunista de la República Popular China). Pero más allá de esta realidad incuestionable arraigada en el ideario occidental, el problema de Tíbet se asemeja más a la variada paleta de vivos colores que caracteriza los trajes populares de esta región del Himalaya.
Pero quizá sea por mero desconocimiento y falta de profundización en un tema muy mediático -y mediatizado-. O quizá sea causa de la desinformación tergiversada que se ofrece desde la prensa occidental. Lo cierto es que ni los unos son tan buenos, ni los otros tan malos.
El conflicto tibetano sobrepasa el aspecto religioso y de defensa de los Derechos Humanos que el Dalai Lama defiende. Las implicaciones políticas son evidentes. De hecho, el Plan de Paz de Cinco Puntos que el Dalai Lama presentó en el Congreso de EE.UU. en 1987 proponía, entre otras cosas, “conceder autodeterminación a los tibetanos en su propia tierra”. Y he aquí una cuestión fundamental. Esta “propia tierra” no sólo se refiere a la Región Autónoma de Tíbet, sino a una superficie mucho mayor, el “Gran Tíbet”, un concepto desarrollado por el Gobierno tibetano en el exilio que jamás ha existido en la Historia y, gracias al cual, Tíbet estaría compuesto por un territorio que supondría la tercera parte de China, a repartir entre los casi seis millones de personas que componen la etnia tibetana (de los cuales sólo 2,7 millones viven actualmente en Tíbet).
Una exigencia que el Gobierno de Pekín nunca ha aceptado ni aceptará porque Tíbet es un enclave de gran valor geoestratégico. Tanto económico como político. Económico, por sus recursos naturales. Político, por el interés de ciertos países occidentales en tener controlado al dragón chino. El Gobierno tibetano en el exilio reconoció en 1998 que durante la década de los 60 recibió 1,7 millones de dólares al año del Gobierno de EE.UU., a través de la CIA, para sufragar la causa tibetana. De ahí que el Dalai Lama sea a ojos del Partido Comunista Chino (PCC) un “fugitivo político”.
Futuro incierto
Entre los miembros de la rígida estructura jerárquica del PCC, la palabra Tíbet levanta ampollas. Muy en especial este año en que se conmemora el 50º aniversario del levantamiento de los tibetanos contra el Ejército Popular. Una insurrección político-religiosa que se produjo en Lhasa (capital de Tíbet) en 1959 auspiciada por la CIA para expulsar a los chinos, que habían ocupado gran parte de Tíbet en 1950. La histórica revuelta se saldó con un número de muertos aún indeterminado y con el exilio del Dalai Lama a Dharamshala (India). Desde entonces no ha vuelto a pisar la tierra sagrada del Himalaya. Lejos de encontrar una solución, el problema persiste. De hecho, un futuro incierto se cierne sobre este delicado territorio, dada la fragilidad del estado de salud del Dalai Lama, que a sus 73 años se ha sometido a varias delicadas operaciones en los últimos meses.
Para el común de los chinos de etnia Han (mayoritaria en China y a la que pertenece más del 92% de la población), esta exótica región del Himalaya es sinónimo de paz y pureza espiritual; un lugar sagrado que hay que visitar al menos una vez en la vida. Desde una aproximación histórica reciente, Tíbet fue un estado independiente desde 1913 hasta 1949. Una independencia que China jamás reconoció. Ningún Estado del mundo ha reconocido jamás la soberanía Gobierno del Dalai Lama en el exilio.
Este año, el Partido Comunista se ha inventado una nueva efeméride: el Día de la Liberación de los Siervos, una festividad que cada 28 de marzo rememorará los avances producidos en la región desde que China irrumpió en ella. En dicha celebración, el presidente Hu Jintao aseguró que los 50 años que el PCC lleva gobernando Tíbet han supuesto “una gran contribución al desarrollo de los Derechos Humanos”. Paradójicamente, la prensa internacional tenía el paso prohibido a dicha ceremonia.
En el nº 2.658 de Vida Nueva.