EDUARDO CIERCO (MADRID) | Juan XXIII fue “el papa bueno”. Francisco ha hecho ya méritos sobrados para que le llamemos “el papa de la Misericordia”. “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9, 13). Siempre se han hecho sacrificios a los dioses, como las palomas en el Templo de Jerusalén. En otras religiones, incluso seres humanos.
Hoy en día, “sacrificios” equivaldría a “rigorismo” en la aplicación o interpretación de las leyes eclesiásticas. Habría que dar otra vuelta de tuerca donde, sin desdoro de la doctrina, se podría tener en cuenta una mayor misericordia hacia todos los seres humanos, puesto que todos, sin excepción ni de los más soberbios, somos a cuál más pecador.
También habría que valorar lo de “no juzguéis y no seréis juzgados” (Mt 7, 1). “¿Quién soy yo para juzgar a un homosexual de buena voluntad?”. La misericordia de Francisco tiene presente que “mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11, 30). Mientras que “los letrados y los fariseos… lían fardos pesados y los cargan en las espaldas de los hombres, cuando ellos no quieren empujarlos ni con un dedo” (Mt 13, 3, 4).
En Jn 8, 2-11, en el famoso episodio de la adúltera, Jesús nos reta: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Yo, desde luego, no la tiro. Claro que, sin misericordia, cualquiera se siente perfecto.
En el nº 2.980 de Vida Nueva
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