ROSA MARÍA BELDA MORENO | Médico. Máster en Bioética y en Counselling
“Cuando no se puede curar, siempre
se puede aliviar, cuidar y consolar…”
Ébola, nombre de río africano, desata hoy un torrente de sentimientos.
El primero que provoca es el miedo. Miedo al contagio, a lo desconocido, a que se acabe mi mundo de pequeñas preocupaciones, de rutina cómoda, de vida feliz. Es la psicosis en la que estamos viviendo, que si continúa, puede ser (¿o lo está siendo?) paralizante y generadora del repliegue y el rechazo a los que no son de mi color, de mi cultura, de mi gente. Primeros síntomas: se habla del cierre de fronteras. Sin embargo, la microscopía de un virus no se detiene ante la deshumanización.
Ébola genera perplejidad. Asombro e indignación ante la contradicción en la que permanentemente vivimos. Este virus provoca una grave enfermedad hemorrágica, no hay fármacos para combatirla. Su evolución es mortal en más del 50% de los casos. Estos hechos son difíciles de asumir en pleno siglo XXI. No se concilian las altas tecnologías con la ausencia de curación. ¿Es posible que no nos hayamos ocupado de ello? Si existía hace tanto tiempo, si algunos años ha supuesto epidemias, ¿cómo no lo hemos atajado? Eso sí, mataba allá lejos. Vamos a por las materias primas, a hacer negocios, a expoliar, pero no nos hemos ocupado de la salud y la promoción, eso lo dejamos para las ONG, a las que también hemos disminuido las subvenciones, no vaya a ser que nos volvamos todos pobres.
Ébola no solo es un virus, sino una siniestra sombra. Provoca impotencia, y no solo por la incapacidad para curar la infección. Viene de África. Allí es fácil que se instale. Fruto de la convivencia de animales y personas. Mis compañeras refieren que los murciélagos, entre otros, se establecen a sus anchas en las pobres casas. Ya van más de cuatro mil muertos, números que parecen no contar, frente a uno o dos en los mundos de altos ingresos económicos. Un virus íntimamente relacionado con la injusticia. África sigue clamando justicia, pero no la oímos. No, hasta que las consecuencias de tanta omisión sacuden nuestros cimientos. Ya no hay nada que sea ajeno, lejos, de allí. No es justo que la vida mejor no sea extensible y para todos.
Ébola provoca responsabilidad. A los que somos médicos y sanitarios nos toca más de cerca. Con la profesión asumimos el riesgo. Nosotros y todos, no podemos permanecer impasibles. ¿Qué podemos hacer, además de protegernos, que parece que es de lo único que hablamos? Si no somos de los valientes, al menos hay que apoyar a las organizaciones que están allí, que no han huido. Hay que alentar a los gobiernos a que investiguen, pero también a que intervengan, a que desembarquen en los países afectados para que los sanitarios puedan continuar educando a la población y tratando los síntomas. ¿No fuimos a otros países cuando peligraba el petróleo? Tal vez, esta intervención sociosanitaria hay que tomarla más en serio.
Ébola, por último, recuerda que el cuidado de la persona enferma es lo que siempre queda. Con esos trajes astronaúticos parece difícil, pero no imposible. Cuando no se puede curar, siempre se puede aliviar, cuidar y consolar. Ahora que no hay terapias curativas y cuando las haya, para el que está en la cama (los menos) y para el que está en el suelo africano (la inmensa mayoría), muriendo de mala manera. El cuidado es el único consuelo ante la incertidumbre de una sentencia. Apostando por la humanización, el virus no tendrá la última palabra. En eso creo.
En el nº 2.913 de Vida Nueva
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