(Juan Rubio– Director de Vida Nueva)
También era domingo aquel 25 de enero de 1959, cuando hace cincuenta años Juan XXIII convocaba el Vaticano II. No se trataba, como algunos curiales buscaban afanosamente, de continuar y clausurar el Vaticano I, suspendido casi un siglo antes por el acoso de las tropas garibaldinas sobre Roma. Era otra cosa. El Papa convocaba a todos los cristianos para trabajar por el sueño de la unidad rota. El encuentro tendría un carácter ecuménico. Pasaron los años de trabajo en los que brotaron iniciativas que cuajaron en una Iglesia viva a la zaga de su identidad en la comunión y la misión. Llegó el día de la inauguración. En la noche del 11 al 12 de octubre de 1962, el Papa escuchaba los cantos de la gente congregada en la Plaza de San Pedro. Salió e improvisó su bello discurso de la luna. Ya acabando, dijo: “Al volver a vuestras casas encontraréis a vuestros hijos. Hacedles una caricia y decidles que es la caricia del Papa”. Pensaba en la Iglesia en la que esos niños vivirían ya de adultos: una Iglesia pueblo de Dios (Lumen Gentium) que escucha fielmente su Palabra (Dei Verbum), celebrándola con gozo (Sacrosanctum Concilium) y viviendo en medio del mundo con amor samaritano (Gaudium et Spes). Hoy recuerdan con emoción aquella caricia quienes ven cómo se desvanecen sueños y vuelven formas obsoletas. Contemplan desde su balconada cómo la luna tiembla entre neblinas y cómo su luz se desvanece entre densos nubarrones de casta, acusación, exclusión, dogmatismo, miedo, uniformidad, inseguridad. Cierran la ventana pensando: ¿Estaríamos equivocados? La respuesta llega del corazón: No temáis. El agua mana y corre, aunque sea de noche. Llegará la alborada.
Publicado en el nº 2.646 de Vida Nueva (del 31 de enero al 5 de febrero de 2009).