(Juan María Laboa– Profesor emérito de la Universidad Pontificia Comillas) Un amigo sacerdote me comenta que él no teme el maltrato de un cierto ambiente cultural o de un anticlericalismo anacrónico cuanto el sentirse ajeno, desdeñado y sujeto a sospecha por parte del aparato burocrático eclesial. Él practica con convicción el “sentire cum ecclesia”, pero ¿con cuál Iglesia?
¿La de quienes reparten el carnet de idoneidad en función de su psicología o de su estrechez de miras? ¿La de algunos clérigos, ardientes defensores de la “ortodoxia”, pero que no dudan en abandonar su más preciado altavoz en manos de quienes no representan ese sentir con la Iglesia? ¿La de algunos contertulios serviles que utilizan el escaso tiempo sobrante de sus ditirambos a su señor para atacar impunemente a sus hermanos en la fe? ¿La de quien denuncia a diestro y siniestro a los “altavoces del mal” sin caer en la cuenta de que su intolerancia e intransigencia expulsa más allá de los límites a tantos seguidores fieles al Señor? ¿La de quienes impiden dar cursos de verano a un sacerdote debidamente secularizado, secuestran revistas, imponen, prohíben, marginan, desdeñan?
Parece que no hubiera para cada católico más que una actividad perfectamente legítima, sin peligro de excesos: la apología de algunos eclesiásticos y de sus métodos, la exaltación fanática de sus pequeños éxitos, el disimulo de sus fracasos, incluso al precio de vergonzosas mentiras.
Demasiados sacerdotes y demasiados laicos se encuentran hoy en un indeseado “despido interior”, descontentos, desplazados, imposibilitados a identificarse con un discurso, un modelo, unas propuestas, unas preferencias y unas exclusiones que no consideran evangélicas. Si la Iglesia deja de ser un espacio de comunión, de encuentro y de amor, se convierte en campana ruidosa, en platillos estridentes, en formulaciones vacuas, en intereses bastardos revestidos de pompa vana.