CARLOS GONZÁLEZ GARCÍA, periodista | Los días 19 del calendario siempre han marcado un antes y un después en mi vida. Lo supe el día que descubrí que la fiesta de san León IX –el Papa alemán que instituyó el mayor número de reformas durante un pontificado– se celebraba aquel día, y lo constaté la tarde en que la Sala de las Lágrimas escuchó el nombre de Benedicto XVI por primera vez.
Aquel 19, mi reloj marcaba las 17:50 horas cuando, entre los quehaceres de un atípico martes de abril, la chimenea de la Capilla Sixtina comenzaba a desprender un tímido humo blanco. Había llegado la hora de descubrir quién recogería el testigo del añorado Juan Pablo II…
Entre el clamor de unas campanas que cantaban al unísono y que convertían la Plaza de San Pedro en la banda sonora del pueblo católico, el nombre de Benedicto XVI saltó por las nubes en una explosión de alegría. Sin embargo, fuimos muchos los que crucificamos su elección antes, incluso, de escuchar lo que tenía reservado para nosotros.
Pero él, como un humilde siervo de la viña del Señor, nos perdonó sin pedirnos una sola explicación. Como Aquel que murió en la cruz para hacer nuevas todas las cosas, no tuvo en cuenta nuestros recelos; todo lo contrario: nos miró y nos amó.
Solo alguien tan grande como tú
es tan valiente como para decirle al mundo
que rezar por nosotros desde el amor de Dios
es más importante que ser el mismísimo Papa.
Poco a poco, palabra a palabra y gesto a gesto, el anciano que esperaba retirarse pacíficamente y que le pedía a Dios que no pronunciase su nombre para guiar la barca de Pedro, rompió en pedazos mis esquemas. Quedé asombrado cuando, al verle de cerca, observé unos ojos verdes que hablaban de Cristo, de misericordia y de perdón. Un perdón emocionado que no atendía ni a preguntas ni a respuestas, pero que reflejaba inmensamente a Dios.
Y recuerdo la JMJ de Madrid, cuando, en medio de un diluvio y una tempestad indescriptibles, se mantuvo sentado en la sede, sorprendido ante la alegría que desbordaba el aeródromo de Cuatro Vientos y demostrando su incondicional agradecimiento hacia todos los que compartíamos aquel regalo de la fe. Con 85 años a sus espaldas, se caló hasta los huesos y permaneció junto a nosotros a los pies del Santísimo que nos había llevado hasta allí. “Si ellos se quedan, yo me quedo con ellos”.
Hoy, si tú decides marchar como un humilde labrador del Reino, nosotros marchamos contigo. En el silencio de tu oración y a la espera de tu abrazo, pero contigo. Porque solo alguien tan grande como tú es tan valiente como para decirle al mundo que rezar por nosotros desde el amor de Dios es más importante que ser el mismísimo Papa.
En el nº 2.838 de Vida Nueva.
NÚMERO ESPECIAL VIDA NUEVA: BALANCE DE UN PONTIFICADO