(Alejandro Fernández Barrajón) Cada año nos llega el invierno precedido de su concierto de hojas secas y vientos inquietos. Llega haciendo mucho ruido y se queda. Y nos contagia ese sabor amargo y cansino, caduco y bostezante, que nos roba poco a poco la vida.
El invierno está ya en la moda de los grandes almacenes y en la calle; en las familias, amenazadas por hipotecas desorbitadas, por divorcios exprés, y por el desamor que se va pegando en los zapatos y en la escasez de besos. Está en la mirada apagada de los ancianos que sienten que la vida se escapa entre tantas muecas de desamor y soledad. Está en el botellón de los jóvenes y en la soledad de su chats deshabitados y anónimos.
El invierno ha ganado las elecciones y los políticos presumen de falta de valores y de subidas de sueldo vergonzantes. Nos ha llegado un cierzo de crispación que nos azota la cara.
El invierno ha entrado sin avisar en la Iglesia. Se ha posado sobre las casullas raídas y los lenguajes de antaño que ya nadie entiende. Aquel sol postconciliar, lleno de fuerza y de luz primaveral, se está quedando pálido sobre los bancos vacíos de la nave central. Parece un tiempo más de sacristía que de Iglesia.
Me he sentado en los últimos rayos de sol de la tarde con el Libro sobre las rodillas y he leído de la mano del profeta: “Le regalaré sus antiguos huertos, el valle de la Desgracia lo haré paso de la Esperanza, y me responderá allí como en los días de su juventud” (Oseas 2, 17).
Menos mal que la esperanza no depende de los políticos, ni de los eclesiásticos, ni del invierno. Hay una esperanza niña en cada uno de nosotros que nadie puede doblegar. Siempre es tiempo de esperanza.