CARMEN SOTO VARELA | Biblista
El papa Francisco ha denunciado en múltiples ocasiones la desigualdad histórica entre varones y mujeres y ha urgido a romper las dinámicas sociales, culturales y religiosas que la originan. En sus últimas catequesis en las audiencias de los miércoles, al reflexionar sobre los desafíos y problemáticas actuales del matrimonio, ha vuelto a poner sobre la mesa esta realidad. Desde una mirada profundamente pastoral, reclama “que la mujer no solo sea más escuchada, sino que su voz tenga un peso real, una autoridad reconocida, en la sociedad y en la Iglesia” (Audiencia general, 15-4-2015).
Teniendo como punto de partida la Escritura, el Papa afronta en estas catequesis las relaciones entre los sexos no como algo dado, sino como algo que se ha de construir desde la reciprocidad y la igualdad, porque ese es el deseo de Dios en la Creación. La instrumentalización, el abuso o el sometimiento de las mujeres son fruto del pecado y no tienen justificación ni social ni religiosa (Audiencia general, 22-4-2015).
Como mujer cristiana, agradezco esta denuncia que el papa Francisco está haciendo en relación a las desigualdades de género, pues, por un lado, evidencia una sensibilidad que todavía no es general entre los varones, y menos aún entre los eclesiásticos; y, por otro, es una brisa suave que refresca la esperanza de quienes, desde la fe en Jesús, luchamos por los derechos y la dignidad de las mujeres en nuestro mundo.
La IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Beijing en 1995, explicitó con contundencia los anhelos y esperanzas de tantas mujeres que, a lo largo de la historia, comprometieron sus vidas por conseguir la igualdad y reciprocidad con los varones, y que hoy sigue siendo una asignatura pendiente.
En su declaración final, reivindicaba el necesario empoderamiento de las mujeres para que pudiesen hacer efectivos sus derechos y deberes ciudadanos, familiares y profesionales sin dependencias ni restricciones.
Una rápida mirada a nuestro entorno nos confirma que el sueño de Beijing tiene aún un largo camino por recorrer para hacerse realidad, y que siguen vigentes, como afirma el Papa, “los excesos negativos de las culturas patriarcales (…) y las múltiples formas de machismo donde la mujer es considerada de segunda clase” (Audiencia general, 27-4-2015). Unos frenos que no solo existen en la sociedad civil, sino también en la Iglesia.
La fe en Jesús ha sido –y es– una experiencia liberadora para las mujeres, pero muchas veces ha estado también condicionada, e incluso frustrada, por los marcos androcéntricos de las sociedades en las que esa fe se ha ido encarnando.
Hoy esa contradicción sigue presente y muchas veces nos sentimos en la Iglesia, como afirma Elisabeth Schüssler Fiorenza, como “residentes extranjeras”. Nos sabemos parte de ella, pero carecemos de espacios de palabra y liderazgo que nos hagan sentir miembros de pleno derecho, corresponsables con los varones de la vida de la comunidad. ¿Sería quizás ahora el momento de una conferencia mundial de las mujeres en la Iglesia?
En el nº 2.941 de Vida Nueva