JEAN-PIERRE DENIS, director de La Vie | Yo estaba en la Plaza de San Pedro el 19 de abril de 2005 cuando se elevó el humo blanco. Hubo un inmenso clamor. Benedicto XVI había sido elegido como uno elige una evidencia. Pero no me sentía feliz. La imagen de inflexibilidad y dogmatismo que colgaban de la sotana del cardenal Ratzinger aparecían inquietantes, tristes, verdaderamente desesperantes.
Entonces me di cuenta de que no conocía el pensamiento del nuevo Papa. Como muchos, solo lo conocía por las citas de otros. Como muchos, yo no lo había entendido.
Benedicto XVI era un famoso desconocido, de esos que viven a la sombra de una reputación tan sulfurosa como caricaturesca. La máscara de Panzerkardinal ocultaba al hombre tímido y sensible, a un espíritu contemplativo poco dotado para ejercer el poder, algo a lo que, paradójicamente, dedicó la mayor parte de su vida.
Por supuesto, en los años en que dirigió la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger no dudó en tomar medidas severas. Pero durante su pontificado, el malentendido tomó otro rumbo.
Benedicto XVI ha vuelto a los católicos hacia Dios
hasta el punto de difuminarse él mismo en sus liturgias,
como también en el acto final de su pontificado,
una renuncia llena de significado,
un acto de humildad revolucionario.
Los errores marcaron más que los hechos. La sucesión de los mismos contribuyó todavía más a la incomprensión, sobre todo en Francia, donde todo se ve con una mirada política. Así, desde ese punto de vista francés, el caso Williamson escandalizó aún más, habida cuenta de que el integrismo está ligado a la historia política de este país desde la Revolución de 1789 hasta la Acción Francesa, pasando por el caso Dreyfus.
En comparación con Juan Pablo II, el legado de Benedicto XVI es menor en términos de gestos simbólicos, de encuentros con la historia, de transformación de la Iglesia. Pero es que, básicamente, lo que a él le importaba no era tanto la institución, que dejó a su triste suerte; no era la geopolítica, que contemplaba desde lejos; sino que lo que le importaba era la fe. La fe, con su armazón intelectual, litúrgica y espiritual.
Este regreso a las fuentes, por lo demás, constituye el propio cumplimiento del Concilio Vaticano II, y no su cuestionamiento.
Este monje de corazón –su nombre está tomado del papa Benedicto, fundador del monaquismo occidental– ha hecho de la oración y del trabajo su método y discurso. En un mundo ruidoso, este horizonte de silencio y abstracción a veces sorprende, incluso choca.
Pero ahí está el reto del catolicismo. Es el de ser una “minoría creativa” –yo hablaría de “contracultural”– en una sociedad secularizada. Es el de ser esperanza en un mundo amenazado por el “eclipse de Dios”. Es el de buscar la verdad en una cultura relativista.
Benedicto XVI ha vuelto a los católicos hacia Dios hasta el punto de difuminarse él mismo en sus liturgias, como también en el acto final de su pontificado, una renuncia llena de significado, un acto de humildad revolucionario.
Vueltos a Dios por medio de la Eucaristía, vueltos a Dios mediante la lectura de la Biblia, vueltos a Dios por la caridad, vueltos a Dios a través del diálogo entre fe y razón, los católicos están, a partir de ahora, equipados para responder a las necesidades más urgentes de nuestro tiempo.
En el nº 2.838 de Vida Nueva.
NÚMERO ESPECIAL VIDA NUEVA: BALANCE DE UN PONTIFICADO