(Amadeo Rodríguez Magro – Obispo de Plasencia) Aunque parezca extraño que sea un obispo quien lo diga, a estas alturas ya no va a ser posible saber si Don Ricardo Blázquez pidió o no perdón en su discurso a la XC Asamblea Plenaria de la CEE. Y no será desde luego por falta de claridad en sus palabras. Yo sumo hasta diecisiete las ocasiones en las que habló de perdón ofrecido o pedido; a lo que hay que añadir que el argumento de su discurso en su primera parte, que giró en torno a la beatificación de los 498 mártires de la persecución religiosa en España en el siglo XX, lo situó claramente en un clima de perdón. Entonces, ¿qué ha podido pasar en ciertos medios de comunicación y en la opinión pública para que lo que a unos les parece evidente otros lo nieguen o lo pongan en duda, al menos por equívoco?
A mi entender, el problema está en cómo valora cada cual el perdón y, sobre todo, desde qué actitud se ofrece o se recibe. Para muchos, desgraciadamente, el perdón humilla; y por eso, o lo exigen para humillar o lo niegan porque les parece humillante. Otros, sin embargo, consideran que, en determinadas ocasiones, queda bien perdonar, aunque se inclinan por no considerar tan digno el pedir perdón. Y los hay, cómo no, que entienden el perdón –el que se ofrece y el que se pide– tal y como deberíamos entenderlo todos los cristianos, como una actitud evangélica especialmente recomendada por Jesús en el Padre Nuestro. Para estos últimos, Don Ricardo sí ofreció de nuevo el perdón de la Iglesia por la muerte de los mártires y sí pidió perdón por los hijos de la Iglesia que se vieron implicados “por acciones que el Evangelio reprueba”. Ambas cosas las consideran igualmente dignas y necesarias, porque, según ellos, el perdón no es un arma para el reproche, sino un medio para la reconciliación y la purificación de la memoria.