ALBERTO INIESTA | Obispo auxiliar emérito de Madrid
“Dios no solamente nos hizo el inmenso regalo de la Creación, sino que lo mantiene y renueva continuamente…”.
Hay en el mundo tres cosas necesarias para todo viviente, las cuales proceden directamente de Dios, sin intervención humana. Mientras que, por ejemplo, el pan viene del trigo, por medio del trabajo de los hombres; en cambio, el Sol, el aire y el agua vienen exclusivamente de las manos de Dios, sin necesidad de ninguna manipulación humana. Ni los hombres, ni los animales ni las plantas de la superficie de la Tierra podríamos vivir sin ellos.
El aire nos envuelve por todas partes. No hay rincón del planeta en el que no penetre. Lo necesitamos para hablar, para cantar y, sobre todo, para vivir. No podríamos aguantar ni cinco minutos sin respirar. Es, además, un símbolo cristiano del Espíritu Santo, como se manifiesta en el Cenáculo el día de Pentecostés.
El agua dulce es igualmente vital para nosotros. No viene de los ríos ni de los manantiales, sino del cielo, de las nubes, y siendo siempre la misma, produce efectos diferentes. Por el Bautismo, es también como otra metáfora del Espíritu, que a la vida natural añade la vida divina de los hijos de Dios.
Finalmente, el Sol, que con exquisita puntualidad aparece cada día en nuestro horizonte para ofrecernos la luz, el calor y el color de nuestra vida, sin los cuales no podríamos subsistir por largo tiempo. Y también, juntamente con el viento, lo encontramos en el Cenáculo el día de Pentecostés, en forma de llamas de fuego.
Dios no solamente nos hizo el inmenso regalo de la Creación, sino que lo mantiene y renueva continuamente, como expresión de su saber y su poder, su esplendor y su amor hacia nosotros. “Mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura; y yéndolos mirando, vestidos los dejó de hermosura”, como decía san Juan de la Cruz. Mientras no alcancemos a ver el rostro de Dios, sigamos al menos su rastro por ahora.
En el nº 2.860 de Vida Nueva.