En libertad condicional

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de Sevilla CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

La noticia sorprende. El Gobierno francés entrará en las mezquitas y en los centros islámicos y controlará las enseñanzas y la formación de los imanes, los mensajes que predican y las fuentes de financiación. A primera vista, todo ello produce asombro en un país que, casi con orgullo, subraya su carácter laico y aconfesional.

Por lo demás, paradójica resultaba la declaración de libertad, fraternidad e igualdad mientras se engrasaban los artilugios para el mejor funcionamiento de la guillotina y aplicarla con aquellos que estaban en la disidencia o que, simplemente, pertenecían a un estado social, ideológico o político muy distante al del poder establecido.

Incongruente también que las universidades expidan títulos de laicidad, mientras se ponen en marcha proyectos de injerencia en los espacios religiosos.

Que un Estado utilice todos aquellos medios legítimos que sean necesarios para prevenir y defenderse de agresiones externas es derecho y deber de los gobernantes, pero ello no puede ir en detrimento de los derechos fundamentales de las personas, como son, por ejemplo, los que garantizan la libertad religiosa.

Aconfesionalidad puede entenderse en un sentido meramente negativo: lo que no se es. Es decir, que una institución, en este caso, no tiene confesión religiosa alguna oficial. Lo cual no quiere decir que los ciudadanos no puedan tener sus creencias. El Estado aconfesional sería, precisamente, una garantía para la libertad de ejercicio, tanto público como privado, de los convencimientos religiosos.

Es decir, que los ciudadanos cuentan y pueden sentirse un tanto ofendidos cuando los términos de laicidad y aconfesional se presentan como algo ajeno a las confesiones. Neutralidad no puede ser sinónimo de olvido e indiferencia, ni mucho menos utilizar la convicción personal y la pertenencia a una institución religiosa, perfecta y legítimamente reconocida dentro de la justicia y el derecho, para minusvalorar, insultar y denigrar a los miembros que a ella pertenecen.

No son infrecuentes las descalificaciones, sobre todo en debates entre líderes políticos, utilizando la condición religiosa del contrincante para desprestigiarlo, sobre todo si el adversario es católico. Nada de caer en el victimismo y el acomplejamiento. Pero tampoco contentarse con vivir en una especie de libertad de segundo grado y muy condicionada por los prejuicios de quienes ostentan el poder.

El Estado tiene que garantizar la seguridad y la paz de los ciudadanos, pero también su libertad religiosa y confesional, con tal de que se mantengan dentro de los derechos y legítimas convicciones de los demás. Lo que es propio de una verdadera democracia.

En concreto, que la Iglesia no se confunda con la comunidad política y no esté ligada a ningún sistema político. Comunidad política e Iglesia son independientes y autónomas, aunque ambas estén al servicio de la vocación personal y social del hombre. Así lo enseña la Doctrina Social de la Iglesia.

En el nº 2.941 de Vida Nueva

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