NACHO URÍA, historiador e investigador asociado de Georgetown University |
La Iglesia está viviendo un tiempo inédito y cargado de esperanza. Ha llegado un “hombre nuevo”, que reza en español y viene “del fin del mundo”. Un papa latinoamericano y jesuita. Muchas novedades juntas, pero el Espíritu Santo sopla por donde quiere. Esta vez como un vendaval.
Hace 30 años, América Latina estaba humillada por dictadores y guerrilleros y una crisis gravísima azotaba la Compañía de Jesús. En gran medida, por su radical aplicación de “la opción preferencial por los pobres y promoción de la justicia” (Congregación General XXXIII), que muchos identificaron con la Teología de la Liberación. Pero también por la enfermedad de Pedro Arrupe, su carismático superior, y el público menosprecio de Juan Pablo II. Entonces era impensable un papa jesuita. Tres décadas más tarde, la herida ha cicatrizado. Quizás el tiempo haya purificado a los jesuitas… y también a la Santa Sede.
Los primeros gestos de Francisco, humildes, han calado en la opinión pública y en la publicada. Por su gastado pectoral y sus zapatos viejos. Por sus maneras de párroco y sus alusiones a la misericordia. Es diferente. Como Juan XXIII.
En Argentina conocen bien su austeridad, tan ignaciana.
No le gusta llamar la atención, pero
si debe levantar la voz, la levanta;
si tiene que arrodillarse ante los enfermos, se arrodilla.
En Argentina conocen bien su austeridad, tan ignaciana. No le gusta llamar la atención, pero si debe levantar la voz, la levanta; si tiene que arrodillarse ante los enfermos, se arrodilla. Ha clamado contra la explotación de los pobres, de las mujeres, de los obreros. Ha defendido a los que van a nacer y también a los que van a morir. Ha recorrido las calles de Roma y Buenos Aires rosario en mano. Camino de Villa 21 o de la Plaza de San Pedro.
Sabe que la Iglesia necesita un viaje a la semilla, si García Márquez me permite la expresión. Un retorno a la vida de Jesús de Nazaret, aquel rabí subversivo que predicó en los confines del imperio. Entre cabreros e ignorantes, en medio de publicanos y pecadores.
Si Juan Pablo II fue la esperanza y Benedicto XVI la fe, entonces Francisco será la caridad. Sin nostalgia del pasado ni miedo al futuro, caminando hacia “una Iglesia pobre para los pobres”. El desafío es enorme. Si Deus pro nobis quis contra nos.
En el nº 2.841 de Vida Nueva.