ALFONSO CRESPO HIDALGO, sacerdote | En un encuentro entrañable de Benedicto XVI con el clero de su diócesis, el obispo de Roma se despedía de ellos con estas hermosas palabras: “Aunque me retiro ahora, en la oración estoy siempre cercano a todos vosotros, y estoy seguro de que también todos vosotros estaréis cercanos a mí, aunque permaneceré escondido para el mundo”.
A todos nos ha conmocionado su renuncia. Incluso, hemos podido emitir juicios fáciles y comparativos con el trayecto final de su antecesor, el venerado Juan Pablo II, que murió casi ante los ojos de todos, afirmando que, a pesar de su grave enfermedad y deterioro final, no quiso “bajarse de la cruz”. Quizás él también se planteó la renuncia. Y su conciencia, “ese sagrario donde Dios nos habla”, le invitó a continuar.
Pero, ¿podemos decir, como se ha dicho en algunos medios, que Joseph Ratzinger se ha bajado de la cruz? Creo que no. Es mejor decir que la ha abrazado, más si cabe, de forma diferente: encierra gran valentía el reconocimiento de la propia limitación, saber que no todo depende de nosotros y que la Iglesia depende de la mano del Único Pastor.
Su decisión es una llamada, “en el sagrario íntimo de la conciencia y con plena libertad”, al realismo, que invita a asumir la propia condición y a buscar, en consecuencia, no el propio bien, sino el bien de la Iglesia. Su decisión es una clara lección de sana humanidad para ostentar el cargo como servicio. Con su renuncia, ha mostrado una encomiable grandeza de ánimo y un gran amor a la Iglesia. No es tiempo de comparaciones, sino de agradecimientos: dar gracias a Dios por los dos últimos papas, tan distintos, pero, tan complementarios. No se puede comprender del todo a Juan Pablo II sin su fiel colaborar Joseph Ratzinger; ni comprender a Benedicto XVI sin la gran herencia posconciliar que le dejó su antecesor y que él ha gestionado con sabiduría, abriendo horizontes nuevos: sus enseñanzas son cartas de ruta para navegar el nuevo milenio.
El pontificado de Benedicto XVI, recibido por muchos con escepticismo y reticencias, ha sido luminoso y fecundo desde el punto de vista doctrinal. El sólido pensamiento filosófico y teológico de Ratzinger constituye la base de un rico magisterio que queda como su mejor legado.
Buen conocedor de la filosofía y la teología contemporáneas, publicó en 1968, año mítico de rupturas y convulsiones en el mundo y en la Iglesia, su Introducción al cristianismo, clave para conocer su síntesis intelectual. El profesor Ratzinger subrayaba el núcleo más íntimo de la fe cristiana: la experiencia de que Dios, revelado en Cristo, es amor, un amor incondicional que llama al hombre a una amistad desde la que la vida humana tiene sentido y alcanza plenitud.
Frente a la disyuntiva que postulaba la modernidad –razón o fe, tradición o renovación–, el teólogo Ratzinger siempre ha defendido una conjunción integradora: fe y razón, tradición y renovación. Y lo ha sabido hacer desde la amabilidad de un trabajo teológico que no ha rehuido la confrontación y el diálogo fecundo con otros ámbitos del saber humano. Es una anécdota que su primera cita, en su primera encíclica, sea de un filósofo paisano, Nietzsche, vocero de la muerte de Dios.
Benedicto XVI se ha mostrado como un hombre capaz de dialogar con todo el mundo (ateos, agnósticos, hombres de ciencia y saber, responsables de la política y la economía, jóvenes y adultos). Como afirmó en la homilía de apertura de su pontificado, su empeño no ha sido otro sino mostrar que “Dios no es enemigo del hombre; que no quita nada de lo que hace verdaderamente hermosa la existencia humana; y que, antes al contrario, cuando eclipsamos a Dios con otros falsos ídolos, la vida humana pierde valor”. ¿No es este, quizás, el drama de la fe cansada de Europa?
Si tuviese que escoger un párrafo de su rico magisterio, que sintetizara su fuerza pedagógica y la profunda sencillez de sus enseñanzas, acudiría a este: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva… Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es solo un ‘mandamiento’, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro” (Deus caritas est, 1).
Este párrafo es recogido en su último mensaje de Cuaresma –maravillosa página sobre la vida teologal– comentando el versículo de san Juan: “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4,16). Este texto emblemático del Papa marca una vena orientadora para la reflexión teológica y la práctica pastoral de la Iglesia, que busca cartas de ruta para evangelizar el mundo poliédrico que navega, en plena tormenta, en el océano virtual del siglo XXI.
Benedicto XVI deja paso a otro obispo de Roma, que, con más fuerzas, lleve adelante el ministerio petrino. Pero no se va. No se baja de la cruz, sino que la abraza “en lo escondido”, sacando así a luz una de sus identidades más desconocidas: su honda vena mística.
Ahora, el discípulo de san Agustín y san Buenaventura, el experto en santo Tomás y perito navegador por los Padres de la Iglesia, desembarca en “otra orilla”, de la mano de la mejor mística. Ahora es san Juan de la Cruz quien le dice: bienvenido a la “interior bodega” donde se goza “de la noche sosegada, de la música callada, de la soledad sonora, de la cena que recrea y enamora, en diálogo íntimo y secreto con el Amado”.
No es ausencia; es otra forma de presencia. Desde esta clave entendemos mejor sus palabras: “Aunque me retiro ahora, en la oración estoy siempre cercano a todos vosotros, y estoy seguro de que también todos vosotros estaréis cercanos a mí, aunque permaneceré escondido para el mundo”. El Papa ha renunciado al pontificado para seguir sirviendo a la Iglesia, ahora desde la oración y el silencio. Acojamos en el corazón sus palabras de despedida al clero de Roma: “Esperemos que el Señor nos ayude. Yo, retirado en mi oración, estaré siempre con vosotros, y juntos vayamos adelante con el Señor, en la certidumbre de que vence el Señor. Gracias”. Gracias a ti, Papa
Benedicto.
En el nº 2.837 de Vida Nueva.