JUAN RUBIO. DIRECTOR DE VIDA NUEVA | Como si de un estribillo se tratara, Benedicto XVI repite su teoría de Europa, la misma que el profesor Ratzinger exponía con frecuencia y que, ahora, ya sucesor de Pedro, ofrece en su magisterio ordinario.
A lo largo de sus seis años de pontificado, la teoría ha devenido en guía pastoral en la que, desde un estudio serio, sereno y bien fundamentado, se ofrecen pistas de futuro para seguir construyendo Europa con esperanza, alejándose de los fantasmas de un positivismo radical que la ha envuelto desde el fracaso colectivo de la Segunda Guerra Mundial. Europa significa “amplitud de miras” en su raíz etimológica y no puede renunciar a ellas.
El joven Ratzinger buscó en el sacerdocio un camino para el servicio de la fe. Criado en un páramo espiritual y material en el que era difícil otear la esperanza, en el que debía asumir, como todos sus compatriotas, la culpa colectiva tras el hundimiento del nacionalsocialismo, el joven bávaro encontró en el aula y en el reclinatorio una ventana de luz.
En la historia de Europa podemos encontrar caminos que nos saquen del laberinto en el que nos ha metido el positivismo exacerbado. Es el hilo de Ariadna que el Papa expuso ante el Bundestag de Berlín hace unos días, invocando el patrimonio cultural europeo. Ignorarlo o considerarlo como mero pasado “sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa”. Hay aquí una puerta para la esperanza.
El primer libro que se editó, ya firmado con el nombre del pontífice, era, precisamente, L’Europa di Benedetto nella crisi della cultura (Cantagalli Edizioni, 2005). Tres conferencias en las que aparecen las claves de esta guía espiritual, teológica y pastoral, y que en sus viajes por la geografía de la vieja Europa ha explicado, matizado, acentuado y sugerido con audacia. Lo ha hecho en encuentros pastorales, pero también en foros públicos; delante de creyentes y no creyentes; entre jóvenes inquietos e intelectuales críticos.
Sin miedo y con claridad, el Papa viene repitiendo que Europa no puede entenderse sin la fe cristiana, ya desde sus mismas raíces. Hace falta un “renacimiento espiritual”, como el propiciado por Benito de Nursia, cuyo nombre adoptó.
De sus 21 viajes fuera de Italia, 15 han sido a ciudades europeas. Y, si bien en algunas ha tenido un matiz más pastoral su viaje –como es el caso de España en las tres ocasiones–, no ha dejado de repetir su idea europeísta, en algunos lugares con intervenciones ya históricas, como en el Hofburg de Viena; en el Colegio de los Bernardinos, en París; en el Castillo de Praga; en Westminster Hall, en Londres; y en el Reichstag de Berlín. Teorías claras en las que asoma toda su doctrina. Una luz propia capaz de iluminar el positivismo excluyente.
La agenda del Papa no es la de Juan Pablo II. Centró su geografía apostólica en Europa. Queda pendiente para un pontificado próximo la importancia de América, Asia y África, pero este Pontífice sabe que, afianzando este viejo continente, ya se ha avanzado mucho.
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