(Norberto Alcover, sj, escritor y periodista) De un tiempo a esta parte, constato dos fenómenos que me llaman poderosamente la atención. De una parte, se repiten las intervenciones –sobre todo en entrevistas sin desperdicio de personalidades eclesiales y también no eclesiales– que ponen el acento sobre la cuestión cultural como una de las más urgentes a la hora de la evangelización, tantas veces reclamada. Incluso hemos conocido que la Santa Sede ha creado un nuevo dicasterio para seguir las evoluciones culturales y preguntarse por la oportuna reacción y aportación de la Iglesia católica ante el fenómeno, a la vez que instar en los ámbitos creyentes a promover la acción y creación culturales con intensidad y seriedad coloquial.
Pero de otra, observo que en tantas publicaciones que se dicen fieles a la Iglesia, y lo afirman con esmerada prepotencia, se lleva a cabo una gestión completamente diferente: una demonización sin descanso de la cultura eclesial de talante aperturista, y, a su vez, un desprecio permanente por la cultura civil en general, a la que se tilda de peligrosa para el conjunto de la vida. Todo bajo el lema genérico del laicismo agresivo que, siendo en ocasiones cierto, deber ser analizado con rigor y nunca como solución dialéctica a la problemática de la Iglesia, sobre todo en España.
La verdad es que uno se pregunta por qué esta agresividad ante una realidad que está ahí y forma parte relevante de nuestra sociedad, de la existente, de la real, de esa sociedad llamada por Dios a asumir la Persona y el Evangelio de Jesucristo como su definitivo Salvador y Liberador.
¿Por qué demonizar a los mensajeros de la increencia, en caso de que realmente sea así, y a esos otros mensajeros de una cultura eclesial que se limitan, sin más, a responder, a crear y, en definitiva, a actuar en este maremágnum social sin pánicos, sin reactividades siempre negativas, sin, en fin, fundamentalismos anticatólicos? Pasan los años, debiera madurar la letra conciliar, y por supuesto su espíritu, y parece que tales personajes nos invitaran a ir hacia atrás, a organizarnos de nuevo en actitud defensiva ante una especie de apocalipsis que se filtra por los mismísimos poros eclesiales.
Los caminos romanos
En este contexto, se hace necesario recordar varias iniciativas de la Santa Sede y, todavía más en concreto, del mismo Benedicto XVI, que debieran señalar al conjunto de los católicos la ruta a seguir en las cuestiones que estamos tratando.
Hace ya casi tres décadas que se creó el Pontificio Consejo para la Cultura, cuyo prefecto actual es el cardenal Gianfranco Ravasi, uno de los hombres fuertes de este pontificado, destinado a potenciar todas las actividades relacionadas con la cultura y las culturas actuales.
Uno de los frutos más recientes de este dicasterio –y empeño personal de Joseph Ratzinger– es esa criatura absolutamente original de nombre ‘Atrio de los Gentiles’, destinada en concreto a favorecer el intercambio y el encuentro entre creyentes e increyentes, cuya presentación en sociedad tendrá lugar el 24 y 25 de marzo en París bajo el lema Religión, luz y razón común, con varios coloquios en los que intervendrán personalidades de todas las sensibilidades. Esta actividad culminará con una celebración polivalente en el llamado ‘Atrio del Desconocido’, en el mismo atrio de la catedral de Notre Dame.
Pero es que, además, hay que añadir a este esfuerzo la reciente creación del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, a cuyo frente se encuentra Rino Fisichella, y que está destinado a potenciar la grave intuición de Juan Pablo II, ya de una manera más estructural y organizada.
En una palabra, y en virtud de la adhesión a Roma que todos parecemos enfatizar, haríamos bien en salir al paso de las iniciativas del Santo Padre, en lugar de utilizar nuestro tiempo para demonizaciones del pretendido adversario interno o externo. Conferencias episcopales, diócesis, congregaciones religiosas femeninas y masculinas y, en general, el plural y rico universo laical, sin olvidarnos de los institutos seculares y reciente movimientos eclesiales, haríamos bien en ser fieles al espíritu romano del momento, haciendo gala de esa fidelidad creativa que tal espíritu nos impulsa con toda claridad.
Pero lo que se hace necesario poner sobre el candelero intelectual es el núcleo verdadero y último de esta contradicción más que aparente: en la Iglesia actual no coinciden, en el tiempo y el espacio creyentes, solamente dos sensibilidades teológico-pastorales.
El núcleo de la cuestión
En nuestra Iglesia coinciden, agresivamente, sobre todo desde una de las partes, dos concepciones de la mismísima cultura en cuanto tal, que determinan la comprensión del conjunto de saberes varios, desde la teología encarnada a una antropología que asume los postulados contemporáneos, pasando por una comprensión de la ciencia como expansiva del misterio creativo, de la pastoral como entrega de lo propio en el mayor de los respetos a lo ajeno, pero no menos de la inteligencia como libertad ante la realidad, llegada la hora de intervenirla desde la reflexión para una adecuada praxis histórica.
Nada de tal cosa. Para este grupo, la cultura es ese conjunto de conocimientos inexpugnables al ser humano, que se vive monolíticamente y se hace llegar con idéntica pasión. La cultura integrista nunca es existencial, antes bien, meramente intelectiva, conceptual, siempre igual a sí misma. Sin matices, solamente entiende que se la asuma sin rechistar. El mundo se divide en dos. Sin más.
Nosotros, porque es nuestro estilo, concebimos la cultura como una forma de cultivar la realidad para transformarla, conjunto de saberes/conocimientos, pero también de saberes/experiencias, de profundización histórica, donde el depositum fidei, siempre respetado, adquiere la tonalidad que el Dios de nuestros padres y de Nuestro Señor Jesucristo, desea hoy y aquí sin permanecer sujetos por una soga a todo lo anterior, sabedores de que unas cosas son sustanciales y otras completamente accidentales en la tradición de la Iglesia.
El mundo no se divide en dos más allá de los muros eclesiales: el mundo solamente se divide en culturas complementarias, tal vez enfrentadas, pero siempre dignas de respeto. Lejos, por supuesto de cualquier irenismo de naturaleza postmoderna.
Punto de llegada
De tal manera que mejor que tanto tiempo como empleamos en dar vueltas a las culturas eclesiales lo dediquemos a dejarnos interrogar por las culturas alternativas en un diálogo incluso promovido por nosotros, conscientes de que Dios se manifiesta, mediante su Espíritu, en todo ámbito tocado por la Encarnación de Jesucristo.
Evangelizar de forma Nueva, como deseó Juan Pablo II y nos sigue animando Benedicto XVI, no es cerrar las filas de la Iglesia con afanes autosuficientes, como nuevos cruzados; antes bien, intentar aunar fuerzas eclesiales en lugar de restar, para ofrecer una cultura como cultivo trasformador de la realidad desde la convivencia experiencial e histórica con los increyentes. Y, de nuevo, insisto, no hay que esperar a que vengan, porque debemos ir nosotros hacia ellos, sabedores de que evangelizarles es compartir la vida con idéntica pasión por encontrarle sentido.
Evangelizar, repetimos una vez más, es una forma de cultivar para transformar. Desde la fe, esperanza y amor. Iglesia como somos… pero creyentes para los demás. Esto es cultura cristiana y católica. Esto es estar en el mundo sin ser del mundo. Ya está bien de veladas huidas.
En el nº 2.742 de Vida Nueva.