(Vida Nueva) ¿Es permeable al hecho cristiano la cultura actual? ¿Han dado fruto los esfuerzos realizados hasta ahora en el campo del diálogo fe-cultura? Pablo d’Ors y Antonio Meléndez exponen en los Enfoques su opinión sobre un tema que produce no pocos complejos y frustraciones, pero plantea también muchos desafíos.
Acomplejados y desafiantes
(Pablo d´Ors– Escritor y sacerdote) Me gustan estas preguntas que se me formulan, me interesan. Un intelectual (que no es más que alguien que lee con un lápiz en la mano, Steiner dixit) sabe que ha llegado a un buen puerto en su trayectoria cuando sus lectores, alumnos o periodistas -según el caso- le formulan las preguntas que le importan. Eso me pasa a mí con estas sanas provocaciones de Vida Nueva.
En nuestra sociedad, los cristianos en general, y los cristianos de la cultura en particular, tienen dos formas básicas de presentarse: una acomplejada y otra desafiante. Para entender qué significan tales posicionamientos, sería preciso calificarlos de algún modo. Quienes se acomplejan por tener fe en un foro secular practican un cristianismo vergonzante; quienes profesan un cristianismo desafiante, por el contrario, creyéndose muy machitos y hasta mártires por defender sus creencias (ellos hablan de “defensa”) en una sociedad indiferente a lo católico, los calificaré directamente y sin compasión de estúpidos o ridículos. Los primeros, por ser débiles, me generan tristeza, pero también comprensión. Carecen del orgullo de la identidad. Los segundos, en cambio, sólo logran que las posturas se exacerben, convierten en adversario a todo interlocutor, crean falsas alternativas y, para colmo -y de ahí su estupidez-, presumen de valentía. Creen que lo están haciendo bien y, lo que es peor, que los demás (los que no son como ellos) están en el error, por lo que merecen denuncia y condenación. Confieso que este tipo de cristiano logra irritarme. Los acomplejados se diluyen en la masa; los beligerantes, inconscientes y contumaces, abren incansables la brecha entre sociedad y religión.
En el mundo cultural español hay de ambos bandos, y no voy a poner ejemplos -obvios, por otra parte-, pues basta estar mínimamente en el así llamado mundo de la cultura y en el de la fe cristiana para saber quién se escora por un lado y por el otro. ¿No es posible una postura intermedia? Sí, pero es muy difícil, porque la balanza rara vez queda en equilibrio, tendiendo a desplazarse hacia el lado de la religión o hacia el de la sociedad. Personajes ilustres que sepan estar en la cultura de forma confesante hay poquísimos. Es necesario para ello demasiada madurez, y la madurez -como es sabido- es un estado de excepción.
El diálogo fe-cultura es muy curioso, pues por mucho que haya cristianos que quieran dialogar con el mundo (y algunos hay, aunque pocos, muchísimos menos de lo que creen quienes se llenan la boca con esta expresión), no hay casi nadie del mundo que quiera dialogar con los cristianos, por lo que ese diálogo está destinado a fracasar. El único modo sensato para que este diálogo tenga lugar -y tiempo- es consiguiendo que el cristiano sea competente culturalmente. Porque a un profesional cristiano puedes pedirle que sea un excelente biólogo, por ejemplo; pero a un excelente biólogo que no sea cristiano, por seguir con el caso, no se le puede pedir que tenga y practique esta fe y, además, de forma ejemplar. Así las cosas, somos los cristianos quienes tenemos que meternos en el mundo de la cultura, y no esperar a que ese mundo se meta en lo cristiano. Pero no meternos en primera instancia en cuanto cristianos, sino en cuanto profesionales de las artes, del pensamiento o de lo que sea. Sólo entonces, en pie de igualdad, cabrá -quizás- algo parecido al diálogo.
Ahora bien: no se puede/debe dialogar por estrategia, es decir, para llevar al otro a mi terreno, sino para llegar entre ambos a una verdad más hermosa o superior. Esta actitud -la de esperar una verdad superior a la que se tiene- requiere mucha humildad. Poquísimos cristianos, cuando dialogan, saben poner sus convicciones entre paréntesis. Seguramente porque no son convicciones, sino simples muletas o agarraderos con los que sobrevivir en medio de la confusión reinante.
Si hoy no hay cristianos relevantes en la cultura española no es por complejo o cobardía, como suele decirse de forma simplista, sino porque entre muy pocos cristianos hay verdadero amor a la cultura. El problema no es que se ame poco a Dios, sino que se ama poco al mundo. Claro que si se ama poco al mundo es, en definitiva, porque se ama poco a Dios, pues ningún padre quiere otra cosa más que halaguen o aplaudan a su hijo. ¡Si los cristianos amáramos apasionadamente las artes y las letras, la ciencia, el saber… no sólo se instauraría un auténtico diálogo fe-cultura, sino que irradiaríamos a Cristo sin tan siquiera proponérnoslo! Porque sólo el amor al otro y a lo otro convence. Y porque la simple defensa de lo propio, en cambio, irrita, amarga y envilece.
Ni permeable ni dialogante
(Antonio Ignacio Meléndez Alonso– Ex comisario de Las Edades del Hombre) Después de más de 20 años dando vueltas de forma explícita a la manija del ‘diálogo fe-cultura’ por la vinculación con Las Edades del Hombre, uno tiene la sensación de que se ha avanzado bien poco, que seguimos en el planteamiento o los momentos previos y con la mano tendida, pero sin que nadie la haya tomado o se haya dado por aludido. Viviendo aún José Velicia, primer comisario de Las Edades del Hombre y padre de ellas, éste fue uno de nuestros frecuentes temas de lamentación, a pesar de ser uno de los objetivos fundamentales de ese proyecto. Pasados los años, los lamentos se han convertido en la desilusión de la constatación.
No menos frustrante es la impresión paralela de que a la Iglesia tampoco le ha interesado mucho ese diálogo, ya que no ha dedicado ni demasiados esfuerzos ni personas a ello. Más bien se ha movido entre miedos y recelos, mirando hacia atrás, incluso añorando los tiempos pasados. Sólo hay que ver lo que ha sucedido en estas décadas en el mundo de la creación y de las artes. Se ha restaurado mucho -y esta preocupación perseguida y llevada a cabo es absolutamente digna de toda alabanza-, pero, salvo en arquitectura, no se ha hecho otra cosa que ‘neos’.
No sé si esta impresión, que es tan personal, pueda ser compartida por más de uno. Me imagino que los teóricos, que hay unos cuantos, se seguirán aferrando a los más mínimos e insignificantes signos, y que éstos les llenan de esperanza. La realidad es que ni la presencia ni los esfuerzos teóricos y prácticos que se han realizado en este campo, han dado sus frutos. La ‘cultura actual’ no es permeable a nuestra fe ni tampoco es dialogante. La Iglesia ha sido definitivamente expulsada del mundo de la cultura, como también de los ámbitos sociales, éticos y políticos, lo público en la sociedad. Su palabra suena cada vez más a antigualla y no ilumina, a pesar de nuestras ilusiones, nada de lo que se piensa, se vive, se siente o se crea en el mundo y la sociedad actuales.
La verdad es que ahora no sé si merece la pena siquiera el plantearse este diálogo. Si hubiera que hacerlo, habría que tomar conciencia de las diferencias esenciales que se dan entre la fe y la cultura. Que no son realidades equiparables, ni siquiera aceptando por fe esa arquitectura que conforman la cosmovisión y la antropología cristianas, para que se puedan sentar como iguales en la mesa del diálogo. Que hoy en día no se puede hablar de una cultura, sino que habría que hacerlo de mil culturas o mil fragmentos de cultura carentes de valor y sin la jerarquización oportuna, lo que dificulta hasta el extremo el hablar de casi nada. Que la cultura ni tiene necesidad ni valora este encuentro con la fe; es más, que lo apreciaría como una lamentable pérdida de tiempo y energías o tan sólo, por educación, una charla de café o un puro entretenimiento intelectual sin mayor compromiso y con un vaso de güisqui en la mano. Sólo minorías de intelectuales, o bien que se mueven en la órbita cristiana o bien en la superdelicadeza cultural de otros tiempos, son los proclives a este diálogo.
La Iglesia no debiera hacerse más problema de esto. Por una parte, debiera agudizar su sensibilidad de actualización en las formas. Tener el periscopio de tal manera levantado que la lleve a conocer con precisión todas y cada una de las tendencias, expresiones y vanguardias que acontecen. Personas que realicen este ejercicio de vigilancia, que estudien las novedades, que se atrevan a formular, tras un inteligente ejercicio de depuración, encarnaciones comprometidas. Sin embargo, todo tiempo de crisis, como el nuestro, lo que plantea a la Iglesia, y le exige, es una postura de resistencia en la radicalidad. Las formas son importantes, pero lo es más el contenido, y la Iglesia no puede vacilar, por una pretensión de modernidad, en la presentación del Evangelio hoy. Ha de ser radical -que no es lo mismo que fundamentalista-. Con las puertas abiertas, sin incurrir en la tentación del clima cálido de la comunidad, “encerrados por miedo a los judíos”, decir y vivir el seguimiento de Jesucristo.
Durante mis años como comisario de Las Edades del Hombre, comentábamos también mil veces y de mil maneras distintas lo que podía significar la tentación de la estética desvinculada de la ética y lo que podía ser el servicio al pueblo sin caer en las trampas políticas de llegar a ser soporte del poder y atractivo turístico. Son tiempos de caridad, de ocupar los ámbitos que la sociedad no quiere, que le manchan, que estropean sus deslumbrantes encuestas, pero donde realmente se está jugando la calidad del ser humano. Son tiempos también de salir a los estrados y terrazas posibles para aclarar lo ambiguo de los hechos con las palabras o con la cultura. La sociedad tiene necesidad de esta presencia, aunque sea única o se haya quedado sola, al menos como reducto. Para nosotros, sin embargo, es sencillamente una exigencia.